Hace unos meses nada hacía presagiar que vivir en la España vaciada en vez de un problema podría ser una solución. Y eso se lo debemos al coronavirus dichoso.
Resulta que nos hemos dado cuenta de que al bichito le gusta la masificación, que le es más fácil trasmitirse en un metro atestado de gente en las horas punta que cuando un fulano pasea por una calle semivacía. Hasta los botellones, foco lúdico de contagio, son inevitables en la cultura urbanita, pero imposibles de celebrar en pueblos donde te cuesta encontrar hasta con quién tomar una simple copa.
Por eso, ahora, la gente mira con envidia el medio rural y procura escaparse a ese agro antes menospreciado como modelo de atraso y de una civilización que había quedado atrás en los recovecos del progreso.
Además, ¿qué ventajas nos ofrecen ya las grandes ciudades, en las que se ha limitado el tráfico, cada día resulta más difícil aparcar, se ha reducido la velocidad del transporte urbano y hasta sádicos arquitectos municipales han plantado por todas partes desde bolardos a macetas elefantiásicas y antiestéticas para acabar de encabronarnos?
En cambio, gracias a la pandemia estamos redescubriendo el confort de las pequeñas poblaciones en las que se puede ir a todas partes andando, se posee el conocimiento individualizado de los vecinos y la seguridad de un entorno en el que el COVID19 lo tiene más difícil para transmitirse.
Por todo eso no es extraño que en los últimos meses aumente el empadronamiento en la España antes vaciada y que, con un poco de sentido común y, sobre todo, más teletrabajo, pueda irse repoblando poco a poco.
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