Donde se da fin a la cuestión de la cortesía y sus ventajas

Luis Cortés Rodríguez
23:37 • 23 oct. 2020 / actualizado a las 07:00 • 24 oct. 2020

Caballero y escudero caminaron con premura para llegar a la aldea y pasar la noche, mas, una vez que entraron en aquel hermoso robledal, no tuvieron inconveniente en adelantar el lugar en que descansar. 


Tras desaparejar su jumento, Sancho, tal vez por el miedo a lo apartado del sitio, le dijo al caballero: 


—Mi señor, si quiere echarse ya a dormir en este bosque para hallarse más descansado cuando llegue el día, yo lo imitaré. 



—¿A qué llamas dormir? –dijo don Quijote–. ¿Soy yo por ventura de aquellos caballeros que toman reposo en los peligros? Duerme tú, que naciste hijo de Morfeo, o haz lo que quisieres, que los caballeros jamás dormimos a sueño suelto.


—No se enfade, mi señor –respondió Sancho–, que nunca dudaría de su palabra. Yo solo pretendía decirle que, si no tiene sueño, bien podríamos retomar los consejos sobre la cortesía de los caballeros y de los gobernadores, que dejamos a medias antes de la cena.



A lo que respondió don Quijote: 


—No es malo ese empeño, Sancho, pues has de pensar que la cortesía ha de ayudarte a tener en la mano a tus insulanos. Alégrome mucho de que hayas sido tú quien lo pidiere, pues en momentos pensé que ni entendías ni mostrabas interés en demasía por tal cuestión.



 —No olvide mi señor que, como gobernador, habré de saber tratar a todos, tanto a letrados como a labriegos, y hacerlo con el mismo esfuerzo y mayor eficacia parece cosa aguda. 


—Amigo mío, además de los preceptos de tacto y de generosidad, de los que ya te hablé, hay algunos más –replicó contento don Quijote–. Ansí, el respeto que como buen caballero se ha de tener a otros caballeros que también ficieron semejantes grandezas y fechos de armas, nos obliga a mostrarnos generosos con sus razones. Y hemos de hacerlo agrandando nuestra estima de manera que, antes de oponernos a lo dicho, si es que hemos de oponernos, conviene considerar los raciocinios del otro. Se puede hacer con fórmulas como «Sé que el caballero Lisuarte de Grecia tiene sus razones para ver las cosas de esta forma, si bien mi punto de vista en algo difiere». Descorteses serán, por tanto, preámbulos como «Es poco inteligente pensar como el caballero Lisuarte de Grecia… porque…». Es el tercero de los lemas, llamado precepto de aprobación. 


—Con vuestra merced me entierren, que así lo haré cuando hable con otros gobernadores y la razón sea mía, que no suya –dijo Sancho–. ¿Queda algún preceto más? Ya ve mi interés por estas cuestiones, aunque tantas veces vuestra merced piense que mi dureza de celebro y mi falta de meollo me han de impedir retener cosa alguna de las que me dice.


—Sancho, deja ahora esos lloriqueos, que estamos en temas de caballería y de gobernadores y no en quejas sin seso, como a las que tú aludes. Hay un cuarto caso, que recibe entre los caballeros andantes el nombre de precepto de modestia. Entre nosotros, hay una clara pretensión, en las pláticas o debates, a acortar el valor de uno mismo a la par que extender el de la otra persona. Ansí, siempre hemos de estimar el arrojo, el valor, la valentía o su conocimiento de las cosas en otros caballeros. Por ello, diremos de esta guisa: «Nadie puede dudar de la valentía máxima del caballero Palmerín de Oliva, reconocida en el mundo entero, pero, señor, ¿no podría ser que…?». 


Bien está lo dicho y bien está que dejemos estas cuestiones y descansemos un rato –dijo Sancho–.Y, señor, no quisiere que vea en mí desconsideración alguna, sino solo sueño. 


—Únicamente te diré, ingrato escudero, que hay dos preceptos más. El primero es el precepto de acuerdo, que nos obliga a los caballeros a destacar, a poner en primer lugar, lo que puede haber en común con la opinión del otro caballero, a la par que minimizaremos el desacuerdo que exista. Tal actitud nos llevará a expresarnos de este modo: «Estoy de acuerdo con muchas de las cosas dichas por el caballero Clarián de Landanís, pero no olvidemos que…». Finalmente, Sancho, como sexta y última regla, está el precepto de simpatía. Con él, hemos de intentar reforzar lo que pueda haber de afecto o admiración por el caballero con el que dialoguemos. Podremos proclamar tal precepto con formas, expuestas con tono amable, que manifiesten proximidad y apego por la persona: «¡Buen caballero y amigo Raimundo de Borgoña! No me diga tal desventura, porque me ha de costar imaginarla». Ya no hay más que decir, así que acomódate donde quisieres, que los de mi profesión mejor parecen velando que durmiendo.


Solo una cosa, señor –dijo Sancho–. Cierto es que tales preceptos o como sea su nombre tanto sirven para los caballeros como para los gobernadores, pero también para los labriegos, aldeanos, duques y toda la gente de este mundo. ¿Podría mi señor, para así mejor guardarlos en mi cabeza, recordarme su número y sus nombres? 


Sancho, te hablé de seis preceptos y sus nombres son: de tacto, de simpatía, de aprobación, de modestia, de acuerdo y de generosidad. Y no olvides que también para hablarles a tu mujer e hija te han de servir, que, sin duda, será, si para algo, para lo que más. 


Retiróse Sancho, sin haber entendido bien esto último, y apoyose en un hermoso roble donde pasaría lo que quedaba de noche hasta el amanecer. 


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