No podemos dejar que desaparezcan nuestros bares, cafeterías y restaurantes. Si lo permitimos nuestras vidas serán no solo más tristes sino otras completamente distintas, poco imaginables. Estos días de restricciones lo estamos viendo en Almería, gente vagando por la calle con su café en mano, en vaso de papel con tapa, como en un cumpleaños infantil, buscando un banco o una esquina como cobijo de su desayuno.
No hablo solo de economía ni de justicia, aunque estas sean importantes. Se trata sobre todo de cultura, de nuestra forma de vida. Hay muchos otros sectores heridos de muerte por la pandemia a los que hay que rescatar, sin duda, como el decisivo turismo, el comercio minorista o el mundo del ocio, con la música, cine y arte que tanto amor nos dan.
Pero todos sabemos que nuestros bares no son simples locales donde se comercia bebida y alimentos, ni son solo empresas que dan empleo sino que sobre todo son lugares donde vivimos, que encajan en nuestras vidas, especialmente en Almería.
Nuestros bares y cafeterías no son menos que los monasterios de San Millán de la Cogolla. Una barra puede ser para muchos como un altar.
En 1985 visitaba el café Suizo de Granada con tanta emoción como mi primera visita a la Alhambra. Don Gabriel López me había contado mil historias de principios del siglo XX, incluido algún encuentro con Federico. Prefería pasar hambre que dejar de disfrutar de un café caro servido por aquellos camareros orondos con pajarita, rodeado de mesas con viudas arregladas y oyendo al pianista tocar entre sus columnas de mármol. Al poco tiempo lo cerraron y hoy es un dispensador de hamburguesas de esas concebidas por un tal señor Mac. Esa es la pesadilla con la que nos podríamos encontrar al despertar de este mal sueño.
Muchos niños han echado los dientes en los bares, muchos jóvenes han encontrado el amor en ellos; los bares han visto divorcios, han sellado matrimonios, cerrado contratos y corrupciones. Para muchos adultos los bares son sus cocinas y salitas de estar y para muchos ancianos han sido sus residencias llenas de vida insulflada a golpe de ‘pito’ sobre la mesa en una buena partida de dominó.
En los primeros años 70, mientras esperaba el autobús del Azcona en el bar Amanecer, solía fastidiar a aquellos hombres de boina y palomita madrugadora poniendo a todo trapo en el ‘jukebox’ el rock glamuroso de ‘Ballroom Blitz’. Aquel bar en la esquina de San Juan con el Parque venía del pasado portuario de uvas y esparto almerienses, porque los bares crecen y cambian con nosotros, son nuestra historia, como en la familia. Nuestros bares de hoy son los hijos de aquellas bodegas, cafés cantante, ventas y tabernas de nuestros bisabuelos.
Nuestra historia corre peligro de desaparecer si no lo evitan los políticos con un plan mejor diseñado, más ambicioso y realista que unas palabras mágicas como ‘escudo social’. Si la venta online ha ganado mucho terreno en esta pandemia como los traficantes en las guerras, sería terrible salir de ella viendo en nuestras calles los mismos ‘tikoweis’ que monopolizan medio mundo, franquicias sin alma con cuatro olores a elegir.
Quien haya viajado por gran parte de Europa se vuelve patriota por nuestros bares, porque ha sentido la desolación de no encontrar ningún local parecido a los nuestros, ni el pub inglés ni la cervecería alemana. Tenemos en toda España y especialmente en Almería, bares de todo tipo, en variedad y cantidad suficientes como para elegir el que buscas: Bares de estudiantes o trabajadores, de familias, de jóvenes, están los de barrio, para turistas...y de todo lo anterior junto y al mismo tiempo. Como sabemos y sufrimos los almerienses cuando salimos de nuestra provincia, los bares cambian en sus conceptos pero mantienen la esencia: su pasión por la comida y la gente.
Salvemos nuestra hostelería, nuestros bares, cafeterías y restaurantes, porque al salvarlos nos salvamos nosotros y si he llegado hasta aqui sin citar a Gabinete Caligari, cualquier político, por muy torpe que sea, también podrá tomar las medidas correctas para conseguirlo.
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