Para quienes como yo siempre hemos estado enamorados de Barcelona, ésta ha sido la ciudad ideal, mágica, irrepetible, perfecta hasta en sus imperfecciones. Una ciudad capital, en suma.
Capital, ¿de qué? Del cosmopolitismo, de la apertura de fronteras, de la permisividad de lo distinto. Capital, también, de algo tan hermoso y único como el modernismo que impregna y hasta vertebra el Ensanche de la ciudad. Capital cultural de España, por resumirlo de alguna manera, con más exposiciones, conciertos y librerías que ninguna otra ciudad.
Por eso Barcelona siempre ha sido digna de ser amada, por esa anchura de horizonte vital y de belleza que lo habita. Y ya lo era antes de 1992, en que unos Juegos Olímpicos modélicos la hicieron pasar de ser una perfecta desconocida a una ciudad que todos han querido conocer.
Pero de un tiempo a esta parte, la ciudad, mi ciudad de elección juvenil y romántica, empieza a ser famosa por otras cosas: por la violencia, el desarraigo, la delincuencia,… ¿Qué ha pasado para convertirse también en capital de lo peor, de lo que no queremos vivir ni compartir?
Ha pasado el tiempo, pero también la mutación de ideologías y de estilos de vida que la han convertido en campo de batalla, en el que unos inician la guerra y muy pocos buscan aplacarla. De esta manera, de ser objeto de admiración y deseo, Barcelona ha pasado a convertirse en sinónimo de contradicción, algarada y peligro.
Lo peor, con todo, no es esta situación, sino la sensación de que nadie quiere remediarlo y que ese paisaje de guerrillas urbanas intermitentes se ha convertido en algo sustantivo que se intenta justificar sin saber el daño irreparable a la relación amorosa con la ciudad que no sólo amamos sino que también echamos de menos
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