Camina el otoño pausado por los caminos del tiempo, ese que desde ayer cambió de chaqueta con la modificación del horario occidental. Una mudanza que tal vez pueda alterar nuestra casa interior, como demudado está nuestro territorio patrio, a caballo entre un marjal de cucurbitáceas, un osario de pésimo gusto y una covacha de histéricos murciélagos, el mejor escenario para un pésimo carnaval. Un carnaval que de un tiempo a esta parte ha contagiado, no sabemos si por ignorancia o por snob, a nuestros conciudadanos de toda condición, quienes por unos días parecen afectados por una amnesia colectiva de cuanto han sido sus orígenes, su cultura y su tradición. No hay más que bichear cualquier escenario de nuestros pueblos y ciudades para constatar cómo se han abierto las puertas a esa deformación –Halloween- de la expresión inglesa “Hallowe’en”, es decir a la víspera de todos los santos.
No hay colegio, local, negocio, comercio, taberna, tugurio o establecimiento que esté libre de esta fiebre celtica que últimamente nos regala la celebración del Día de todos los Santos, una festividad que coincide con el origen del carnaval invasor: la celebración de la culminación de las cosechas –Samhain-, la fiesta de otoño de los pueblos celtas y los sacrificios de la casta de los Druidas. Lo que subyace en el fondo de la tradición occidental de honrar a todos los santos y recordar a los difuntos, y la invasión cultural y comercial que supone la fiesta de Halloween es la relación entre el cristianismo y el paganismo. Y pareciera que en estos últimos días de octubre y comienzos de noviembre la vida y la muerte se dan cita en diferentes escenarios: en las calles, en locales y ambientes diversos, hasta en las propias instituciones y en nuestros cementerios. Fieles a la tradición, numerosos ciudadanos acuden a la última morada de sus seres queridos, a panteones, nichos y columbarios.
Es una costumbre históricamente arraigada que, al margen de la celebración religiosa del Día de todos los Santos y del Día de Difuntos, me lleva a reflexionar acerca de por qué la inmensa mayoría de los mortales solo acude una vez al año a mostrar sus respetos, en la proximidad de la tumba, a sus familiares, amigos y allegados fallecidos. Parece como que sus restos estuvieran ausentes de su morada durante los demás días del año. También es cierto que cualquiera, en uso de su libertad, puede hacer cuanto le venga en gana con respecto a la memoria y honra de los demás. Precisamente en uso de esa libertad hay quienes se han dejado llevar por sentimientos y hábitos singulares, pasados y presentes. Si bien, no se comprende cómo Halloween está más vivo que nunca en los centros educativos y hasta en los propios hogares, donde la fragilidad de la memoria ha desterrado las ancestrales costumbres transmitidas de generación en generación. Lejos quedan muchos rituales alusivos a la conmemoración de estas fechas y extinguidos están los larguísimos lutos que hasta conllevaban la envoltura negra de cortinas y visillos domésticos, por no aludir a los hábitos y usos de la vida cotidiana de dolientes y parientes que en días como hoy y mañana habían de cumplir rigurosos preceptos para honrar a los ausentes.
Pregunten a cualquier joven y menos joven, a cualquier adolescente o a un niño en edad escolar, si saben qué se celebra hoy y mañana, si alguna vez participaron de las castañadas de la noche de difuntos, si conocen la razón de la variopinta repostería de estas fiestas –aparte de degustar tan sabrosas exquisiteces-, si aprendieron por qué las campanas de numerosas espadañas tañen durante estas jornadas con un doble sonido, si alguna vez alguien les mencionó en estas fechas al Tenorio y su significado o si se han percatado de alguna singular costumbre en la celebración de estas festividades en sus respectivos lugares de residencia. Salvo alguna alusión a los carnavalescos motivos de Halloween poco más responderán. Ahora, o se visten de vampiros sangrientos y brujas para jugar al terror buscado o se emplean en el trato o truco. Y es que, además de enriquecer nuestra gastronomía, las calabaceras se han adueñado de nuestra identidad, pues habitamos un país rendido a esta cucurbitácea. España en una calabaza.
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