Seguramente ha ocurrido en otras ocasiones, pero, que yo recuerde al menos, era la primera vez que asistía al sorteo de la lotería de Navidad con una amenaza de huelga de loteros. Luego, esas cosas quedan en nada, pero es una muestra más del estado de nacional-depresión en el que vivimos: escucho en las radios más comentarios pesimistas sobre la gente a la que no le toca la lotería --que, claro, son muchos más que aquellos a los que les toca-- que festivos sobre el champán vertido en público por los afortunados. La casi única tradición que seguimos cumpliendo de manera escrupulosa se ha visto este año oscurecida por las muchas aprensiones que nos anegan, y hemos dado en pensar que el sorteo celebrado este miércoles beneficia más al fisco que al ciudadano, sin caer en la cuenta de que el fisco es una parte de la ciudadanía. ¿O no?
Fíjese usted que saco la impresión de que, en general, esta edición de las vísperas de Nochebuena, que se inauguran siempre oficiosamente con el canto de los niños de San Ildefonso, ha estado rodeada de un pesimismo aún mayor que el año pasado: nos habíamos creído, porque necesitábamos creerlo, el optimismo de Pedro Sánchez cuando, hace menos de un mes, nos venía a decir que la pandemia estaba superada --él también necesitaba creerlo, claro está-- y ahora la dura realidad nos habla de incremento vertiginoso de contagios gracias a una sexta ola con variedad sudafricana. Hasta vemos renacer al doctor Simón, a quien teníamos, laus Deo, ya olvidado. La mitad de nuestros padres de la patria están confinados, los contagios de muchos futbolistas hacen peligrar los partidos. Y todos conocemos a cinco o seis prójimos próximos afectados. Menos mal que la vacunación, la santa vacunación, ha reducido el número de muertes y de sufrimientos hospitalarios, pero eso no atenúa las aprensiones ante la más entrañable cena familiar. ¿A cuántos allegados admitimos en nuestra misma mesa? Es hoy la gran pregunta, junto a la consabida de ‘¿te ha tocado la lotería?’
Ni el clima político, ni el económico, ni el social ni, desde luego, el sanitario son precisamente de euforia lotera. Las autonomías se dividen ante las medidas restrictivas a adoptar para frenar al virus, y el aire huele a la naftalina de 2020 más que a la esperanza en el futuro representado por el 2022. El turismo de nuevo ha dejado de venir y las colas en las farmacias para conseguir un ‘test’ de antígenos han superado a las que había en doña Manolita para comprar un décimo. Mañana, en las reuniones con sobrinos y cuñados, nos ofrecerán un test cuando antes nos ofrecían una copa de cava y turrón.
Ya sé que este comentario está sonando algo pesimista. Y no, a mí tampoco me ha tocado la lotería este año -o sea, como los precedentes--. ¿Se me nota? Pues acabemos con una pincelada de optimismo: les deseo una muy feliz Navidad. Pese a todo, esa felicidad aún es posible, faltaría más.
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