Dicen que uno de los deseos del ser humano es conocer el pasado porque nos explica a nosotros mismos. Con esa finalidad tal vez buceamos en vidas propias y ajenas, en pasajes y paisajes de abuelos, de personas mayores que al volver la mirada sobre lo que han sido sus vidas se llenan de cuestiones e interrogantes:¿ De cuanto he vivido con qué me quedo?, ¿qué es lo que ha merecido la pena?. En algunos seres la experiencia enseña a resolver dichas preguntas de forma determinante, con absoluta resolución, quizás porque esos transeúntes de vida son auténticos templos del saber. Y este paisanaje, no siempre muy pródigo, igual lo descubrimos en la metrópolis urbanita que tras los lejanos rincones de nuestra geografía rural, que es el caso que nos ocupa.
José ensombrece sus ávidos ojos de autodidacta sempiterno bajo la visera de una parda gorra que lo resguarda de los rayos de este despierto sol de primavera que roba la inusual humedad de nuestras tierras, concretamente del cortijo Vizcandía, en las estribaciones de Sierra Nevada, donde este pozo de sabiduría natural llegó al mundo hace casi noventa años. Miembro de una familia campesina de cinco hermanos, el muchacho se integró desde niño en la común tarea de atender las faenas propias de la finca trabajada en aparcería. La lejanía de su residencia a la escuela más próxima, con abruptos caminos de piedra y continuo barro durante el invierno, privaron al muchacho de la posibilidad de adquirir los más básicos y elementales conocimientos, por lo que tuvo que espabilar por sí mismo, pero siempre pegado a las diferentes faenas agrícolas y al cuidado de los cerdos que contribuyeron de manera sobresaliente a la subsistencia familiar, pues habitualmente se engordaban dos puercos, uno para venderlo y otro para el consumo familiar. Jornadas viudas de noche que llevaban a la familia de José a las alturas de la sierra para excavar profundos hoyos donde sembrar las patatas “copito de nieve”, que después se cubrían con paja de centeno y tierra. Al cabo del cierto tiempo, una vez germinadas, se recolectaban y se replantaban en latitudes más suaves y menos rigurosas desde el punto de vista climatológico.
La repoblación forestal en tiempos de posguerra ofreció a muchos campesinos la posibilidad de echar jornales al margen de las actividades propias de cada familia. Con menos de diecisiete años, José no tardó en incorporarse a dicha ocupación, no sin pocas dificultades debido a su edad. Pronto llegó el servicio militar en Ceuta, la oportunidad para salir por vez primera del entorno familiar, si bien aquel “deber con la patria” fue gratuito, pues su condición de hijo de viuda lo exoneraba del cumplimiento de aquella obligación. Una circunstancia cuyo desconocimiento el nonagenario achaca a “haberse criado debajo de un peñón”. Los parajes serranos quedaron vivos en el recuerdo, dibujados en los remotos horizontes de esa parcela de los recuerdos de la infancia y adolescencia no dilucidados, en los que confundes realidades y sueños, lo que se ha vivido y cuanto se ha contado. Imágenes de un tiempo donde una “sartená” de migas con aceitunas conformaba el desayuno, para repetir a mediodía o por la noche. Tiempos de escasez y dificultades que propiciaron el éxodo, la emigración a Cataluña, a los países industrializados. Viajes que se emprendían con la esperanza de un pronto regreso que en muchos casos no llegó nunca, aunque sí para José, quien a pesar de su longevidad ha aprendido a no abandonar sus cultivos, a tener un espíritu crítico con su generación y con las más jóvenes –“no saben valorar la vida ni nada porque tienen de todo, pero a lo mejor les falta lo que no tienen y si dicen que solo trabajan para pagar es porque consumen más de lo que pueden”-; a ser descreído con las amenazas de nuestros días –“con lo que hay liao y el Putin amenaza con apretar el botón, si lo pulsa caemos todos pero él también”- y a reconocer la imprescindible relevancia del sector agrario.
Estos retornados del tiempo y de las décadas de posguerra volvieron para besar los árboles de sus antepasados, para no renegar nunca del brillo de sus raíces, para no ignorar el misterio del germen y el caño de agua, para sentir cada día correr por las venas su sangre campesina, para vigilar los cielos y soplar a las nubes, para eternizar sus pupilas de sementeras y parvas, para viajar la mirada tras el vuelo de los vencejos, para espiar las flores y, en definitiva, para abrazar la profunda sabiduría de la primavera. La dilatada trayectoria vital de José nos descubre que todo ha cambiado, pero nuestros sentimientos, nuestras relaciones y nuestros anhelos perviven. Y es que, como este abuelo de mirada calada y nobleza aureolada, aún contamos con muchos sabios hijos de la tierra, de una tierra noble y agradecida.
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