A nadie se le escapa que la climatología desempeña un decisivo papel en nuestras vidas, sobre todo en determinadas actividades. Un elemento que se convierte en factor condicionante cuando hablamos de nuestros usos y costumbres más arraigados, que han pervivido a lo largo del tiempo frente a todo tipo de contrariedades. Nuestro modus vivendi está condicionado por la situación climatológica que traza, en ocasiones, nuestra ruta vital. Es este factor el que nos lleva a resguardarnos de los fenómenos meteorológicos, y nos obliga a instalarnos en la intimidad doméstica, al igual que en otros periodos nos echa a la calle y nos invita a hacer la vida a la intemperie y a participar de las manifestaciones que encuentran su escenario en el exterior. Y es que en el Sur de todos los sures la vida transcurre a cielo abierto, aunque haya quien, al parecer, no se ha enterado.
Dicen que la canícula altera el carácter, irrita los ánimos y vomita maldiciones. En este día que abre los postigos semanales del ecuador juliano, a esta torpe pluma, caprichosa y soñadora, le llegan diferentes manifestaciones e historias que hablan con gratitud de este tiempo de botijo y ventilador, de estas jornadas estivales de abanico y humedad epidérmica que tanto alivio proporcionan a los instintos liberadores del cuerpo y del alma. La fluidez y el trasiego de ciudadanos durante estas fechas nos convierten en anónimas piezas de una variopinta tipología de cazador o cazadora que con intencionalidad y sin ella se instalan en los más diversos rincones de nuestros pueblos y ciudades. Uno de estos sabuesos cazadores de imágenes, a la sazón forzoso prejubilado de una agencia de información, ha dedicado una importante porción de su merecido tiempo libre a denunciar, mediante la imagen, la incorrecta ocupación que de las calles y plazas públicas hacen algunos hosteleros y gerentes de terrazas. Esos espacios que han ganado enteros en su demanda, antes con acoger a los impacientes fumadores, y después con las medidas adoptadas a raíz de la pandemia. Es el caso de un céntrico bar del húmedo Bilbao que ha decidido mantener vigente una de las “normas” del establecimiento, implantadas durante el confinamiento: la limitación de tiempo a sus clientes de la terraza para el consumo de cualquier producto. El garito no ha dudado en exhibir su peculiar Ibex de las consumiciones para el tiempo de uso de la mesa de la terraza: el café cotiza a la baja con 15 minutos de gracia, y, a partir de ahí, los bonos extra: 25 minutos para una cerveza, 35 para un cubata y 40 para un pincho o bocadillo. La medida, por estrambótica no es exclusiva. En Barcelona también rige esta normativa propia en algunos locales, y si miramos más allá de nuestros límites territoriales encontramos pautas similares, pero referidas a restaurantes. La clientela se muestra expectante ante esta nueva corriente que desprecia sus más elementales derechos como consumidor.
No quiero ni pensar qué puede suceder en esta esquina patria, tan abandonada como singular, si a algún hostelero se le ocurriera imitar a sus respectivos colegas del Norte y de Cataluña, y mucho menos si se cometiese la torpeza de argüir –como ha hecho el vasco- que el control del tiempo de ocupación se establece porque han visto algún cliente sentándose a leer un libro mientras toma un café. No digamos ya si se tratara de un lector de periódicos. En lugar de preservar a estos especímenes –no se sientan con un móvil, como la mayoría de los mortales- los echan a patadas. Ahora, en lugar de hacer más cómoda y agradable la estancia –pagada- de los clientes en las terrazas, tratan de ponerle un contador a algo tan exclusivo y personal como es el tiempo propio. Y todo para evitar que se eternicen algunos clientes, con lo que fastidian a los clientes eternos, a esos fieles parroquianos que con su asidua presencia enriquecen el paisaje único de las terrazas, que son el pálpito de nuestras ciudades. Nunca las terrazas deben funcionar a golpe de cronómetro.
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