El salto desde el Cable Inglés es una alegoría de este otro salto al vacío que están compartiendo millones de personas a través de los nuevos canales de comunicación. Un salto a la sima sin fondo de la estupidez como espectáculo, del ridículo como categoría social.
Nadie tiene la culpa ni individualmente ni en comandita del signo de sus actos cuando estos se dirigen contra el sentido común en términos generales. Cuando son solo un gesto de insensatez que acaba sin víctimas en el fondo, no es más que una pieza más del puzle, un garbanzo entre millones de este cocido descomunal que llamamos siglo XXI. Tirarse al mar como si fuese fruto de la insensatez acaba en ese ridículo tan deseable en nuestro tiempo, que no tiene nada que ver con esos otros saltos que vemos cada cuatro años en la olimpiada ni los que ven los turistas de Acapulco.
Ni siquiera los saltadores de El Cable Inglés son responsables de nada ni merecen descalificación alguna. Estos saltos no son más que una anécdota, pero, una anécdota que puede dar mucho de sí.
Las figuras humanas que se precipitan al mar desde una pieza icónica de la ciudad para entretenimiento del dueño de cada móvil, representan un tributo que solo obra en el haber de intereses ocultos detrás de esa especie de entramado conspiranoico que puede ser real o no, pero que no habrá de ser útil a nadie. Solo a la urdimbre de intereses económicos de este poscapitalismo de lo virtual.
En cualquier caso, detrás de todo esto hay mucho discurso previo, mucha leña para avivar el fuego. Por ejemplo, las nuevas tendencias de la televisión pública que ya sigue la estela de la telebasura y también ofrece a la audiencia la posibilidad de entretenerse con las peripecias de pobres mortales que hacen el ridículo o las pasan canutas bajo la atenta mirada de supuestas celebridades que, generalmente ya han fracasado en lo suyo. Los concursantes de los talent show son los antiaéreos de la estupidez que ahora difunden las redes sociales. Una estupidez a cambio de una sorpresa pasajera, de una sonrisa automática, de un exabrupto sin consecuencias. Por eso, se arrojaron seis personas desde lo alto del Cable Inglés. Para añadir un micro-contenido más a ese diluvio universal de estupideces que amenaza con arrastrar a los más profundo del océano las pocas islas de cordura que parecen mantenerse a flote. Se lanzaron al mar sin nada a cambio. O, quizás con la esperanza de que les cayera encima ese falso maná que esperan como una bendición divina los aspirantes a influencers. Es decir, todos esos que creen que hacer el ridículo en las redes sociales es una profesión y que su escasísimo talento se puede convertir en profesión de éxito. En una razón para vivir como si la pantalla del móvil fuese la realidad.
Hace ya más de cuarenta años apareció un día un cuerpo sin vida a los pies del Cable Inglés. Era Javier Martínez, apodado el Indio. Un músico urbano que tocaba temas de Pink Floyd en una época en la cual era más peligrosa la Cultura que los saltos al vacío. Ahora es distinto. La Cultura es una serie de inofensivas propuestas de ocio y evasión y los saltos al vacío un entretenimiento que dura menos que la descarga de adrenalina experimentada por los saltadores.
Por encima de todo, estos seis saltadores merecen la gratitud del resto de la ciudad porque han generado un debate potencialmente interesante: ¿Es el ridículo el mejor nexo de unión entre los seres humanos? Con todo, sería mejor que el tristemente célebre balconing no encuentre una versión almeriense: el cabling.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/9/opinion/263231/seis-personajes-en-busca-del-ridiculo