Sábado 11 horas. Salvamento Marítimo recibe una llamada desde tierra informando de la aparición de una narcolancha de 12 metros de eslora y con tres potentes motores fueraborda volcada y a la deriva. La embarcación Salvamar se dirige enseguida hacia el lugar y, tras localizar la neumática, la remolca hasta el puerto. La Policía Judicial de la Guardia Civil se hace cargo de la investigación. Agentes del grupo especial de Actividades Subacuáticas de la Guardia Civil, junto con un helicóptero, se movilizan para intentar localizar a los tripulantes que podrían haber utilizado la embarcación.
Sábado 12 horas. Cuatro narcolanchas con varios tripulantes a bordo se resguardan del temporal al abrigo de una cala. Nada ni nadie, solo las olas y el viento, les importunan. Una vez pasado el temporal, las narcolanchas y sus tripulantes reanudan su actividad delictiva: transportar inmigrantes, droga o combustible a quienes llegan desde la otra orilla del Mediterráneo.
La distancia marítima que separa estas dos situaciones, reales y publicadas en el periódico Ultima Hora de Baleares y La Voz , -las 285 millas náuticas que hay entre Mallorca y el Cabo de Gata-, es una gota de agua con el océano que separa ambas actuaciones: intensa actividad de las fuerzas de seguridad en Mallorca, pasividad total en Almería, cuando no indiferencia
Ya sé, ya sé que, como escribió Heráclito, nadie se baña dos veces en el mismo río. Pero lo que no llego a entender es cómo pueden darse dos formas de actuar tan antagónicas en el mismo mar. Asumo mi incapacidad para desentrañar los desfiladeros legales en los que se parapetan los tripulantes de las narcolanchas y reconozco mi desconocimiento de las injustificables limitaciones de los medios de control y persecución con que cuentan las Fuerzas de seguridad de Estado. Lo que no es admisible desde la razón y el más elemental sentido común es que embarcaciones prohibidas en España y presuntos delincuentes a bordo de ellas puedan abarloarse en el resguardo de una cala sin que nada ni nadie les impida, una vez pasado el temporal, continuar sus delictivas actuaciones.
Intensificar la presión sobre los petaqueros que suministran el combustible a las narcolanchas es una decisión acertada. La pregunta es: ¿por qué no se ha hecho antes? Es, por tanto, una decisión tardía. E incompleta. La lógica más elemental dicta que no solo hay que acorralar a quien suministra el arma con la que se va a delinquir; también hay que actuar contra el que la va a utilizar para llevar a cabo el acto criminal. Vamos, digo yo.
Pero si ya nadie duda de que la presión que se está ejerciendo desde hace meses en el Campo de Gibraltar contra el narco está desplazando hacia otras costas menos vigiladas esas bandas criminales, con lo que esos desplazamientos están acarreando y, sobre todo, pueden acarrear en un aumento de la actividad delictiva y la peligrosa articulación de una red de colaboradores necesarios por mar y en tierra, hay un aspecto del que casi nadie habla. Muchos lo piensan, pero (casi) todos callan.
El cabo de Gata es, por su singularidad y su belleza, el mayor atractivo con que la geografía terrestre y marítima ha embellecido la provincia. Un atractivo que podría verse perturbado, y de qué forma, si los delincuentes encuentran acomodo en sus playas. Una gran marcha comienza siempre con un pequeño paso. Y la media docena de narcolanchas que navegan con total impunidad en ese mar son el punto de partida para la llegada y el asentamiento de organizaciones mafiosas sin escrúpulos en su extrema y contrastada criminalidad.
Hay muchas razones para combatir siempre, en todo lugar y en cualquier circunstancia el narcotráfico. Almería no puede convertirse en un refugio donde encontrar acomodo con la placidez de quien se sabe casi intocable. Y la maravilla del Cabo de Gata no puede recuperar la leyenda de haber sido un refugio de piratas revestidos con la mística estética de la pata de palo y el parche en el ojo. Aquí no hay mística romántica. Solo criminales a los que hay que cerrarles el paso. Por tierra, mar y aire y con los medios que hagan falta.
Lo lamento por la admirable Concepción Arenal, pero, aunque hay que odiar el delito, no se puede compadecer siempre al delincuente, sobre todo cuando su actividad no es fruto de un error puntual o un desvarío. Al delincuente hay que meterlo en la cárcel, no dejarlo sestear al socaire mientras espera que el temporal amaine. A ver si nos enteramos de una vez.
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