Irene Castañeda es una vecina de la calle Tirso de Molina de Almería que ha visto cómo una brigada municipal ha abatido los árboles que sombreaban la plazoleta de su comunidad de vecinos. Quizá hay -seguro que la hay- alguna razón poderosa para ese arboricidio; quizá tuvieran alguna plaga o las raíces amenazaran alguna red de suministro o impidieran el paso de alguna procesión. Pero para esta pequeña cofradía laica de vecinos, que aprovechaban esas ramas para guarecerse del calor del estío (y cada vez más del otoño) ha sido una masacre, pequeña, pero masacre al fin y al cabo: a cada uno de duele lo suyo y no hay nada que duela más que lo cercano. Y qué hay más cercano que el árbol de tu barrio. Seguro que no habría alternativas para esa tala hercúlea, aunque a veces sería bueno que se explicaran las cosas a los residentes para que se pudieran entender.
Hay muchos almerienses de la capital que tienen la impresión -quizá desacertada, quién sabe- de que la necesidad de árboles de una ciudad tan sofocante como la de la Alcazaba es inversamente proporcional al apremio en su holocausto. Se ha sabido que se han librado 500.000 euros para entoldar el próximo verano Obispo Orberá, la vía más bochornosa de la capital, porque la apuesta por el párking hizo que el arbolado – a principios de siglo XX había álamos y plátanos que daban sombra a los coches de caballos- cavase su tumba. Los ficus de la Plaza Vieja, albricias, se han salvado de la sierra. Y el proyecto del futuro Paseo parece que conservará el ficus gigante frente al Parrilla Pasaje que, como una cubitera, tantos grados rebaja en agosto de lado a lado de la calzada. La Catedral ya no tiene recuperación: las palmeras son gigantes estériles para tapar el sol para honor y gloria de las corrientes minimalistas.
Almería tiene una pequeña selva amazónica que es la umbría de su Parque, un espacio quizá descendido a un uso de segunda división desde el resurgir del Paseo Marítimo. Es verdad que la cercanía de la brisa marina, de las olas, de los barquitos en lontananza de la playa del Zapillo, no es lo mismo que una valla metálica que es frontera internacional del Puerto. Pero no hay en la provincia una masa arbórea como la del Parque, cada vez menos merodeado; ese Parque que fue Malecón de Vilches y que aprovechó el derribo del antiguo baluarte de San Luis para ser lo que es.
Ahí está toda esa penumbra gloriosa que proporcionan las ramas de las araucarias, las higueras, los hibiscos, los pinos, las jacarandas lujuriosas, a lo largo de más de un kilómetro; un oasis botánico que tiene consideración de Jardín Histórico y Bien de Interés Cultural, como el de Aranjuez, que nos cuesta un riñón tenerlo libre de malas hierbas y que uno tiene la impresión de que es cada vez menos frecuentado, cuando no hace tanto tiempo que fue el recreo de Almería, la alameda preferida por nuestros abuelos en las mañanas de domingo, entre delfines de escayola y remeros de piedra, entre templetes, fuentes y estanques, entre bustos de prohombres y discóbolos fundidos en los talles de Oliveros. ¡Viva el Parque!
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