Salvo los notarios y los registradores de la propiedad, los españoles alucinan con este Gobierno cuya divisa es "repartir dolor". Los notarios y los registradores, al ser criaturas como de otro mundo, y desde luego de otra España, no solo no alucinan, sino que se sienten como peces en el agua en la realidad anómala que va construyendo cada día el Gobierno. ¿Y cómo no se van a sentir como peces en el agua si los primeros podrían hincharse a celebrar bodas y divorcios, y los segundos, ¡ay, los colegas de Rajoy!, están llamados a hacerse con el Registro Civil y a involucrarse a tope en las dilucidaciones derivadas de la reciente ley sobre el aplazamiento de los lanzamientos hipotecarios, esa a la que no puede acogerse prácticamente nadie? La verdad es que uno no haría ascos a reencarnarse en notario o en registrador. Tan fantásticas son esas profesiones semi-hereditarias que permiten sortear las situaciones incómodas gracias a un mecanismo mágico: de estar notarios y registradores emplazados a devolver los 400 millones de euros que al parecer cobraron indebidamente, de más, en las cancelaciones de las hipotecas entre diciembre de 2007 y mayo de 2012, a desembarcar con gran aparato y magnificencia en la propia Administración del Estado. Qué suerte. Sobre todo, porque en el reparto de dolor a que se entrega tan concienzudamente el Gobierno, a ellos no les toca ni un adarme, ni una miajilla. Ya eran pudientes, pero a medida que esa realidad se empobrece y degenera, lo van siendo más. Bodas, divorcios, inscripciones varias, radiografías de desahucios, un maná que les cae del mismo cielo que hoy arroja violentamente pedrisco sobre los demás.
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