Que mi jefe sintiera vergüenza al decírmelo era un consuelo, al fin de cuentas, nos conocíamos desde hace treinta años. Luciano agachaba la cabeza y balbuceaba algunas disculpas, tenía la cara roja y las manos sudorosas, entre las que se quedaba pegada la carta de mi despido.
Cogí el bolígrafo y firmé. Antes de irme le dije que no se preocupara, que ya me las arreglaría. Después de tantos años al volante de una ambulancia o te acostumbras al dolor o vives sin sentimientos, aunque uno no llega a estar siempre en el mismo bando. Algunos días, si alguien muere mientras suena la sirena, la quito y descargamos el cadáver en el hospital, lo mismo que el que hace una mudanza.
Mucha gente cuando sabe que va a morir, llama a su madre. Eso sí que me da pena, creo que hablan con sus madres como si nada de lo que hubiera vivido fuera mejor que ellas y les reconforta irse pensando en algo bueno, casi perfecto. Por eso me gusta este trabajo, si la muerte te da de comer, entiendes mejor la vida o al menos aprendes a sufrir con más tranquilidad.
Oficina de empleo
Un lunes mientras hacía cola en la oficina de empleo, vi a Eladio, que fue segurata en el Hospital. Intenté evitarlo, pero Eladio tiene olfato. Al llegar a mi altura me abraza y salgo de aquella fila amarga en volandas. Sentados en la terraza de una cafetería elegante, él no paraba de hablar por su móvil. Yo lo observo, con su traje caro y hortera, un exceso de soltura para impresionarme y un maletín pasado de moda. En menos de cinco minutos ya tengo un trabajo y un sobre con dos billetes de quinientos euros.
Experimento legal
Tenía que recoger en un minibús a hombres cobayas. Una multinacional prueba un fármaco en sus laboratorios y yo tengo que llevarlos y traerlos durante unos seis meses. Un experimento legal, dijo Eladio. La palabra legal acabo por confirmar mis sospechas, pero necesitaba el dinero y con la moralidad no se paga la hipoteca.
Mis pasajeros cobayas llegaban al laboratorio al amanecer volvían a su casas para dormir. Experimentaban una píldora que quitaba el apetito y otra que te alimentaba, aunque no tuviera hambre. Si no perdían peso las dos pastillas sería un éxito y una revolución para la industria farmacéutica, un pelotazo según Eladio.
Todo iba bien, los cobayas mantenían su masa corporal y la báscula auguraba grandes beneficios, pero ellos pasaron de cobayas a zombis y la masa espiritual, si es que alguna vez ha existido algo semejante, se le escapaba a raudales. Aunque los dejará en la misma puerta de su casa, estaban desorientados y tomaban el camino equivocado.
En una semana no quedaron cobayas, yo volví a las colas de paro y ahora tomo dos pastillas al día que van muy bien. Ya pueden imaginar de qué pastillas les hablo.
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