Escuchar o leer el catálogo de razones para la preservación de ese espectral silo de mineral conocido como Toblerone, me lleva a pensar que su animosa cuadrilla de conservadores ha traspasado las líneas del sosiego y la reflexión para caer (quizás inadvertidamente) en la ridiculez de eso que los modernos llaman ahora “postureo”.
Y es que sólo desde la impostura lírica se puede entender que alguien pueda ver motivos para la inspiración en donde no hay más que un severo riesgo de infección.
Pero si hemos llegado hasta el punto de dar carta de naturaleza social a las ocurrencias o vindicaciones de una reducida cofradía de pelmas es porque desde las administraciones públicas y desde los medios de comunicación se ha evitado la fatigosa pejiguera de volver a incidir en la obviedad de que ya no estamos en la cubierta del barco de Chanquete y que por muchas guitarristas que nos acompañen, un barco anclado en una huerta es un pegote similar al de un almacén de mineral levantado en mitad de una ciudad.
Tampoco nadie parece ver que toda esta admiración por sus “incalculables valores arquitectónicos” (sic.) es algo sobrevenida, porque no recuerdo que nadie haya glosado la trascendencia de semejante coprolito en los últimos años o que nadie, al ver su silueta recortada sobre el cielo almeriense, haya sentido un cuadro clínico de palpitaciones y vértigos, tal como se aplica al denominado Síndrome de Sthendal como referente de la reacción romántica ante la acumulación de belleza y la visión de la exuberancia del goce artístico.
No deja de tener gracia que la presunta progresía cultural de esta ciudad quiera ser ahora la conservadora del más irrespetuoso legado de la oligarquía minera del tardofranquismo almeriense. Una ciudad rara la nuestra.
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