Cuando el delito se instala en la mecánica cotidiana de una administración, es difícil escuchar hablar de transparencia, de democracia o de “tiempo nuevo” a algún miembro de ese corrompido engranaje sin que volvamos a escuchar esa música celestial que precede a la náusea. Y es que a medida que las investigaciones judiciales en marcha siguen produciendo ristras de imputados de máximo nivel en la Junta de Andalucía y en sus sindicatos cómplices, UGT y CC.OO, parece difícil no coincidir en que la Andalucía que conocemos hoy es el resultado de un régimen de actuación política y sindical que, a la todopoderosa sombra de la marca PSOE, ha hecho del saqueo institucional un elemento más del paisaje andaluz: silencioso, monumental e inamovible. Resulta especialmente descriptivo que el gobierno de la región más castigada por el desempleo en toda Europa haya establecido una trama organizada para el uso fraudulento del dinero destinado, precisamente, a subsidiar y formar a esas personas en redes de aprovechamiento partidista y familiar. Y este modelo de gestión, que evidentemente no es fruto de la acción descontrolada de “cuatro golfos” como pretendía en su día el PSOE, o resultado de “algunos errores” como señalaba hace unos días el máximo responsable de UGT, Cándido Méndez, ha alcanzado ya unas cotas de desfachatez sólo comparables con los modos administrativos de las bandas somalíes de señores de la guerra. La diferencia es que en Andalucía se ha robado pacíficamente, a punta de carnet y a punta de titulares comprados. Y todo ello, además, sin que nadie dimita, sin que nadie muestre arrepentimiento o vergüenza. Todo lo más, salir corriendo, como los dos últimos presidentes de la Junta, o admitir públicamente un grado de discapacidad mental para no saber lo que se hace a tu alrededor o no recordar para qué se autorizan gastos millonarios. Me duele pensar qué podría haber sido de Andalucía en manos de gente menos despreciable.
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