Desde que existen las administraciones, la mayoría de los ciudadanos de buena voluntad han tenido el convencimiento de que éstas han tenido como principal objetivo la atención y el servicio del administrado, es decir del ciudadano. Sin embargo, de un largo tiempo a esta parte, ese principio, que debía ser sagrado, ha quedado vacuo cuando no se ha tornado en todo lo contrario. Los ciudadanos que no incluyen en su condición el hecho de formar parte de la sociedad democrática difícilmente pueden entender la esencia de ésta. Precisamente esta función de la representatividad es la que crea derechos y obligaciones que afectan a la par a la Administración y a los administrados, pero desafortunadamente, en numerosas ocasiones éstos no se respetan. Mucho tiene que ver con esta reflexión el largo calvario de casi dos años que padece el gerente de Lauricius, la única bodega registrada de Abrucena. Un calvario iniciado tras la puesta en funcionamiento de la pequeña industria que contó con todas las bendiciones de las administraciones competentes, tras la ejecución de las correcciones indicadas por los funcionarios de Sanidad, pero a la que aún se le reclama el pago de una tasa de unos ciento veinte euros por un error de procedimiento de un terco funcionario que no tiene la humildad y valentía de reconocer la improcedencia de la tasa aplicada, cuyo concepto no se puede achacar al administrado, ya que ha estado motivada por una inadecuada actuación. Tras un tedioso y complejo laberinto administrativo de difícil comprensión, con recursos sin respuesta y otras pequeñas anomalías, la reclamación de la liquidación sigue en pie. La gravedad del caso no estriba en la cuantía a pagar, que es muy moderada, sino en la soberbia de una administración, la sanitaria, cuyos responsables deberían velar porque actuaciones de esta índole no mancillen su propia imagen ni la de la institución que representan.
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