Ultimamente, conversando, suelo hacer la siguiente mención: “A veces creo que he nacido 30 años antes de lo que me tocaba o, incluso, que el país es el equivocado”. Siempre mis contertulios y amistades me dicen que no, además de intentar convencerme de que no voy tan desencaminada y que no somos cuatro los que pensamos que es necesario un cambio radical, para conseguir una sociedad más equitativa y solidaria y, a la vez, más respetuosa medioambientalmente.
Y a las puertas de la próxima “Cumbre de Desarrollo Sostenible”, que se desarrollará en septiembre del 2015, y de la “Cumbre sobre Cambio Climático” en diciembre de este mismo año, el Papa Francisco I ha sorprendido con la esperada encíclica ecologista que se titula: “Laudato si, sobre el cuidado de la casa común”. Haciendo alusión al cántico de san Francisco de Asís: “Alabado seas, mi Señor, por la hermana nuestra tierra, la cual nos sustenta, y gobierna y produce diversos frutos con coloridas flores y hierba”; y nos recuerda el daño que hemos causado al Planeta.
Dice el inicio del texto: “hemos crecido pensando que éramos sus propietarios y dominadores, autorizados a expoliarla.
La violencia que hay en el corazón humano, herido por el pecado, también se manifiesta en los síntomas de enfermedad que advertimos en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres vivos. Por eso, entre los pobres más abandonados y maltratados, está nuestra devastada tierra, que ‘gime y sufre dolores de parto’. Olvidamos que nosotros mismos somos tierra.
Nuestro propio cuerpo está constituido por los elementos del planeta, su aire es el que nos da el aliento y su agua nos vivifica y restaura”. Doscientas páginas, para leerlas con calma, son una llamada urgente sobre qué le estamos haciendo al Planeta y el futuro que estamos construyendo para él y sus moradores. Francisco llama: “a un diálogo que una a todos para poder enfrentarnos al desafío ambiental en el que vivimos; poniendo en tela de juicio las actitudes que obstruyen los caminos de solución como la negación del problema o la indiferencia; la resignación cómoda o la confianza ciega en las soluciones técnicas”. La encíclica también habla de la inequidad planetaria y de la deuda ecológica que tenemos el Norte con el Sur, y se pregunta: ¿hasta qué punto son inseparables la preocupación por la naturaleza, la justicia con los pobres, el compromiso con la sociedad y la paz interior?”. En el documento, la ecología ya no es una moda de unos cuantos perroflautas o snob burgueses acomodados, sino que es la clave para el Planeta y sus moradores.
La encíclica reconoce el esfuerzo de los movimientos ecologistas que han ayudado a concienciar y estima que “todos estos esfuerzos suelen ser frustrados, no sólo por el rechazo de los poderosos, sino también por la falta de interés de los demás”. Y la cultura es entendida como un gran desafío, vinculando la pérdida de biodiversidad con los ataques a la diversidad cultural, sobre todo de las minorías más pobres.
En la Naturaleza todo está relacionado; en ella no hay límites ni fronteras y hace la siguiente reflexión: “Todo está conectado, y eso nos invita a madurar una espiritualidad de la solidaridad global”.
Es un llamamiento mundial, al creyente y al no creyente, para el cuidado del Planeta; “cada uno desde su cultura, iniciativas y sus capacidades” porque estamos unidos y conectados en un mismo planeta, que está haciendo su última llamada. Estoy conmovida por todo lo que significan sus palabras para todos los moradores y su casa común.
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