En verano de 1992, mientras en España vivíamos el subidón de los Juegos Olímpicos de Barcelona, Sarajevo, la capital de Bosnia, sufría el cerco del ejército serbio. La noche del 24 de agosto, las milicias serbias bombardearon con fósforo la antigua biblioteca de la ciudad, una joya cultural europea que atesoraba miles de valiosísimos libros, muchos incunables. Mientras los incendios causados por los proyectiles (disparados por orden de un comandante serbio que, paradójicamente, había sido profesor de literatura en la universidad de esa misma ciudad) abrasaban los fondos bibliográficos, muchos trabajadores de la biblioteca entraron a salvar del fuego el mayor número posible de ejemplares. Cuentan que mientras arriesgaban su vida entre las llamas, muchos lloraban de pena. Salvando las distancias, las fotos que acaban de hacerse públicas del interior del edificio del Ayuntamiento de Almería, tras diez años de abandono por parte de la Junta de Andalucía, tienen un aire de biblioteca bombardeada: techos desprendidos, cascotes por los pasillos, muebles cubiertos de papeles y una densa capa de polvo acumulado sobre la indolencia de una ciudadanía impávida ante el progresivo deterioro del principal edificio civil de la capital. Recuerden que en el año 2000, la Junta anunció la rehabilitación de la Casa Consistorial, comprometiéndose a finalizarla para 2005. En febrero de ese año, tras una tromba de lluvia, el edificio fue evacuado por peligro de derrumbe. En otoño de 2015, el Ayuntamiento ha tenido que forzar el acuerdo para poder afrontar en solitario el inicio de obras. Piensen ahora en todo lo que Almería ha perdido en esta década no sólo en rehabilitación urbana, dinamización comercial y revitalización del casco histórico, sino también en la necesaria dignidad institucional. Y piensen ahora en porqué estas cosas no merecen ni concentraciones, ni manifiestos, ni protestas.
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