La vida bajo el puente del mineral

El puente de piedra unía la estación del ferrocarril con el cargadero del ‘Cable Francés’

Los adolescentes jugaban en el solar bajo el puente de piedra que iba desde la estación del tren al Cable Francés.
Los adolescentes jugaban en el solar bajo el puente de piedra que iba desde la estación del tren al Cable Francés. Museo de Terque
Eduardo D. Vicente
00:00 • 01 ago. 2018

El negocio del mineral nos dejó dos grandes puentes que sirvieron para comunicar la estación del tren con el mar a través de los campos que habían formado parte de la vega. Un puente llegaba hasta la playa de las Almadrabillas convertido en un gigante de hierro, era el Cable Inglés. El otro puente era de piedra y atravesaba los campos donde años más tarde construyeron Ciudad Jardín para desembocar en la playa conocida después como de San Miguel. 



Los dos puentes tuvieron su propia vida llevando los vagones de mineral hacia el vientre de los barcos, y crearon, bajo las sombras de sus cimientos dos entornos completamente diferentes. 



A los pies del puente del Cable Inglés siempre estuvo la playa, mientras que bajo las piedras del puente del Cable Francés se extendía un páramo que se quedó colgado en tierra de nadie, entre el centro de Almería, la estación y Ciudad Jardín. 



Aquel puente de piedra fue bautizado popularmente como el puente de los arcos: Por allí pasaba el tren cargado de polvo de hierro, dando nombre a ese gran solar donde los niños de la posguerra jugaban a ser futbolistas. El campo de los Arcos no fue más que un escenario de solares al otro lado de la ciudad, en esa franja de terreno baldío entre matojos secos y piedras, entre escombros y desperdicios. 



Sobre la ligera capa de mineral que el viento derramaba de los vagones, los jóvenes de entonces corrían medio descalzos detrás de una pelota. Allí se retaban los equipos que surgían de los barrios dispuestos a dejarse piel por el honor de una calle. Llegaban de todos los rincones, empujados por la ilusión del juego y la fuerza de la juventud.



Aquel escenario tenía ambientes diferentes según la hora. De día era un buen lugar para los niños, pero cuando se echaba la tarde empezaban a aparecer sombras que le dieron mala fama al lugar.



Allí iban también los más pobres en busca de chatarra para venderla; los vagabundos que al caer la tarde buscaban un rincón bajo los ojos del puente donde pasar la noche; las pandillas de adolescentes que en la soledad del lugar jugaban a ser hombres compartiendo los primeros cigarrillos de su vida. Lugar remoto que se llenaba de una atmósfera fugitiva al oscurecer, refugio de las putas pobres de la época, mujeres curtidas en mil batallas que aprovechaban aquel rincón lleno de destierros para hacer servicios rápidos y económicos a principiantes y militares sin graduación. De vez en cuando pasaba un tren camino del cargadero y las piedras del puente retumbaban sobre las cabezas de aquellas mujeres. Cuando empezaron a urbanizar las calles de Ciudad Jardín llegó la primera bombilla a aquellos descampados y con ella las primeras quejas de los vecinos que pedían al Ayuntamiento que adecentaran aquel páramo que junto a las insalvables vías del tren impedían que su nuevo barrio se pudiera integrar decentemente en la ciudad.



Atravesando la zona donde se unían el puente de hierro con el de piedra, aparecía la Carretera de Sierra Alhamilla, que entonces no era nada más que un camino de tierra solitario por donde  transitaban los carreros que al amanecer venían desde la Vega hasta el Mercado Central cargados de verduras. En lo que hoy sería la calle de la Marina no existía calle alguna ni nada que se le pareciera. Era un sendero entre boqueras que comenzaba junto a las vías del tren y desembocaba en la Avenida Cabo de Gata. Allí estaban los depósitos del nitrato de Chile, que fue el fertilizante de la posguerra. En la sede de la Hermandad Provincial de Labradores y Ganaderos, que estaba en el Paseo, se entregaban los vales a los agricultores para la retirada del nitrato que necesitaban para abonar los campos de patatas de la Vega y para los naranjos y limoneros del valle del Andarax.


A unos metros del puente de piedra, cerca de donde años después se levantó el popular Toblerone, existió durante los años de la guerra civil un refugio excavado por los vecinos y los trabajadores del ferrocarril, donde la gente se ocultaba cuando sonaban las sirenas anunciando los bombardeos. En los años de la posguerra el refugio se quedó como un rincón exótico al que iban a jugar los niños del Tagarete, donde se atrincheraban cuando organizaban sus guerrillas con los enemigos de otros barrios. A lo largo del camino que iba de la Estación hasta la playa, entre las naves del nitrato de Chile y el puente de los Arcos, aparecían varios bloques de viviendas de dos plantas que la empresa Minas de Alquife cedía a sus trabajadores. Cuando pasaban los trenes por encima, camino del cargadero, los habitantes de las casas tenían que cerrar puertas y ventanas y tapar las rendijas con cartones para que el polvillo del mineral no se colara hasta los dormitorios.



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