Su vida se resume en una sola palabra: trabajo. Fue niño de la guerra, de los que tuvieron que ganarse el pan sin haberse quitado todavía el pantalón corto, cuando ayudaba a su familia en el negocio de los garbanzos tostados en el badén de la Rambla con un bidón y una escoba de esparto.
José Mullor Hernández nació en 1931, en la calle Leñador del Barrio Alto. Llegó el mismo año que la República, por lo que tuvo una infancia revuelta, marcada por la Guerra Civil y el hambre. Cuando tenía cinco años sufrió la perdida de su padre y desde entonces quedó bajo la única tutela de la madre, que se ganaba el pan vendiendo frutos secos. En 1945, con catorce años, se puso a trabajar de cochero. Nunca, en los veinte años que pasó en el oficio, llegó a tener coche propio. Trabajó siempre para propietarios, personajes importantes de la sociedad almeriense de aquella época que tenían carro y caballos: don Juan de la Cruz Navarro, don Emilio Pérez Manzuco y don Antonio Bernabéu, fueron sus jefes. El primero tenía fincas en la zona de la Juaida; el segundo llegó a ser alcalde de la ciudad, y el tercero tenía cuadras importantes junto a la Vega, enfrente del Estadio de la Falange.
Entonces, la parada de los coches de caballos la tenía en la Rambla Obispo Orberá y en la calle Conde Ofalia. Era la ubicación oficial desde abril de 1911, cuando la Comisión de Carruajes del Ayuntamiento de Almería acordó suprimir la que existía en medio de la Puerta de Purchena. En aquellos tiempos los cocheros de caballos eran los taxistas de hoy. Entre sus mejores clientes estaban los médicos, que solían utilizar este medio de transporte para desplazarse a visitar a los enfermos, y también a los artistas que a partir de los cincuenta comenzaron a llegar a Almería cuando los desiertos de Tabernas y Cabo de Gata se convirtieron en platós naturales de cine.
Todos los años, por la Feria, José Mullor engalanaba el coche y adornaba los caballos con flores de papel para que lucieran espléndidos. Eran días de mucho trabajo, de carreras al recinto ferial y al hotel la Perla, donde recogía a los picadores para llevarlos a la plaza.
Una estampa que se hacía habitual cada mes de agosto, era ver los coches de caballos subiendo hacia la Plaza de Toros con un rastro de niños colgados detrás. Jugaban a pasearse gratis sin que el cochero los viera, pero cuando éste descubría a los polizones no dudaba en desenfundar el látigo para espantarlos.
José Mullor, como la mayoría de los cocheros, tuvo que trabajar también de noche, montando guardia en las paradas, en la puerta del Hospital Provincial o enfrente de los bares donde un grupo se señoritos se había montado una fiesta. no de los establecimientos que había a las afueras de la ciudad, donde era más fácil pasar desapercibidos. Entonces, la carrera costaba seis pesetas y siete cincuenta el alquiler del coche durante una hora. José Mullor contaba que había que echar muchas horas para llevarse un sueldo decente, ya que de la recaudación del día el propietario del coche hacía tres partes, y sólo una iba a parar a los bolsillos del cochero.
Hubo jornadas tan largas que el cochero no tenía tiempo de dormir. Regresaba con los inquilinos de la juerga poco antes de amanecer y a las siete de la mañana ya tenía que estar de nuevo en la parada para empezar un nuevo día. Fue cochero durante veinte años y desde 1958 llevó las riendas del negocio familiar del badén de la Rambla. Él fue quien le dio un nuevo impulso a la venta de garbanzos y frutos secos cuando montó el primer kiosco estable con paredes de madera, que además se convirtió en un bar de chatos de vino y cacahuetes de tapa.
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Eduardo de Vicente