En la terraza del balneario nunca hacía calor. Bajo aquel modesto chambado de maderas y cañas siempre corría el aire, por lo que era el mejor escenario para los que iban a la playa a tomar unos aperitivos con los amigos y a mirar.
La terraza estaba situada en el primer tramo de la playa de San Miguel, a continuación del depósito de mineral del Cable Francés. Era como una tribuna elevada que estaba a pocos metros de la primera línea de playa, separada de la arena por una balaustrada de piedra. Disponía de un servicio de bar y restaurante que se quedaba pequeño los domingos, cuando había que irse temprano para poder coger una mesa.
La terraza era un lugar de hombres en una época donde era imposible ver a un grupo de mujeres solas sentadas en un bar. La terraza del balneario tenía vocación de mirador. Había mirones profesionales que se pasaban los veranos a la sombra analizando la moda de la ropa de baño femenina mientras saboreaban un aperitivo.
La terraza fue durante años el gran aliciente del balneario de San Miguel, sobre todo en la última época, allá por los años cincuenta, cuando ya empezaba la decadencia del establecimiento. Eran los últimos coletazos de un negocio que cuando surgió, a finales de los años veinte, representaba la modernidad del turismo. El complejo empezó a funcionar en el verano de 1927 con 34 viviendas de alquiler para veraneantes, unos baños templados de mar, un salón de baile y la espléndida terraza frente al mar.
El balneario de San Miguel fue un gran acontecimiento en la Almería de aquella época. En su afán de darlo a conocer a todas las clases sociales, su dueño, Miguel Naveros, estableció precios muy económicos. Cada baño, con viaje de autobús de ida y vuelta gratis, costaba 1,50 pesetas, con una rebaja de cincuenta céntimos para militares y niños. Los pobres de solemnidad, es decir, los que acreditaran su condición de indigentes, podían tomar un baño de mar templado gratis y después utilizar las duchas del establecimiento a primeras horas de la mañana.
Un año después, en junio de 1928, en el presupuesto municipal se incluyó la cantidad de dos mil quinientas pesetas para que los pobres de la ciudad pudieran tomar baños de mar templado durante el verano.
El balneario de San Miguel se llenaba de bañistas durante el día y por la noche, sobre todo en los meses de agosto, se transformaba en un centro de diversión donde se daban cita las familias de la alta sociedad local para organizar sus bailes. La espléndida terraza se engalanaba para la ocasión y las muchachas más bellas de Almería acudían a la verbena en la que se daban cita también los vecinos de las distintas colonias veraniegas que ocupaban la playa del Zapillo. Un servicio de automóviles cubría la ruta desde la puerta del Café Colón, en el Paseo, hasta las dependencias del balneario. La Casa Cipriano se encargaba del servicio de bar y de la radio-gramola donde se escuchaban las canciones de la época. Por Feria se contrataban los servicios de la Banda Municipal y de la célebre orquesta del maestro Barco que ya estaba de moda.
El establecimiento ocupaba una extensión de más de dieciocho mil metros cuadrados. Tenía un edificio destinado a bar restaurante, con una nave de habitaciones reservadas que se comunicaban con los departamentos de baños templados. En los altos del bar aparecía una hermosa terraza con balaustrada de cemento armado y un salón de baile con suelo de parquet de madera. El complejo disponía de un garaje cochera para los automóviles y una habitación techada donde se instaló el horno y la caldera de hierro dulce donde se calentaba el agua del mar que alimentaba los dos salones de baños templados con pilas de mármol con los que contaba la estancia.
Tenía además un jardín con una fuente de agua permanente, con dos pérgolas y sus asientos alrededor de la fuente. Junto al jardín aparecía una explanada que se utilizaba como campo de baloncesto, y un anchurón que en verano se habilitaba como pista de baile. El balneario contaba en su interior con una superficie de treinta metros de fondo y seis metros de anchura que estaba destinada a salón general con vestuarios colectivos y baño general de caballeros, con una capacidad para cien personas. Los que no tenían dinero suficiente para alquilar una caseta se cambiaban en el salón general, que era más económico.
En los años de la posguerra el salón general se llenaba los domingos con los soldados que bajaban del campamento. Su destino era la playa, ya que llegaban con los bolsillos medio vacíos, sin posibilidad de disfrutar del servicio de bar y de un asiento en la terraza.
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Eduardo de Vicente