La calle Real tenía varias vidas según el tramo que recorrieras. Si la parte de arriba era un apéndice del centro comercial de la ciudad, con sus negocios de toda la vida, el tramo final, el que desembocaba en el Parque, tenía su propia personalidad, marcada por la presencia del puerto.
En esa franja sur de la calle Real estuvo la tantas veces recordaba Posada de la Mar, la bodega del Patio que ocupaba una parte de la antigua cárcel y bares tan afamados como el de Joaquín, que todavía sigue abierto, y el bar La Marina, cuya fachada principal miraba de frente al mar para darle la bienvenida a los pasajeros que llegaban en barco. En los años setenta llegó a la zona un nuevo establecimiento que empezó como un humilde kiosco y terminó convirtiéndose en un bar de referencia que fue bautizado con el nombre de La Hormiguita.
Alrededor de la vida portuaria se fue gestando en ese tramo de calle un comercio alternativo que nadie controlaba, basado en el trapicheo, en los vendedores furtivos que aparecían por las pensiones baratas y por las barras de los bares con sus cargamentos de todo tipo de objetos que traían en el barco de Melilla. Toda aquella tramoya le daba carácter a ese tramo de la calle Real y lo convertía en un lugar diferente al resto de la avenida.
Hasta los años setenta, se puede decir que ese trecho de la calle conservó su aire de avenida principal, pero su importancia fue declinando a medida que el Parque se fue quedando aislado y el puerto se fue alejando de la ciudad.
Allí, donde desembocaba la calle Real, construyeron la fuente de los peces que esculpió Perceval, en un anchurón que era aprovechado en los días de feria para organizar espectáculos deportivos. Los niños de entonces solíamos frecuentar esa plaza cuando veníamos de la playa y nos metíamos en la fuente para quitarnos la arena y la sal. Era una época en la que solo pasaba un coche de vez en cuando por lo que nos podíamos permitir el lujo de organizar partidos de fútbol en un campo improvisado que levantábamos entre los dos parques.
Nada sabíamos entonces de ese escenario que profanábamos con nuestros juegos, ni que aquella desembocadura llena de vida portuaria y de estraperlos había sido, muchos siglos atrás, una de las entradas principales a la ciudad amurallada, cuando casi toda la vida comercial que llegaba a Almería por el mar lo hacía a través de la calle Real, atravesando primero la Puerta del Mar.
A pesar de la importancia que tuvo esta puerta medieval, no pudo librarse a lo largo de la historia de la desidia y del abandono tan característico de esta tierra. Después de siglos sirviendo de acceso a la ciudad por el sur, la puerta se fue convirtiendo poco a poco en una amarga ruina, en un estorbo que avergonzaba a los propios ciudadanos.
En el otoño de 1838 su aspecto era “despreciable y asqueroso”, tal y como quedó reflejado en un escrito en el Archivo Municipal. En aquel mes de octubre, el Jefe Superior político de la provincia, siguiendo las órdenes del Comandante General de Granada, presentó un oficio en el ayuntamiento solicitando que se le concediera facultad para reedificar la Puerta del Mar, “con el justo y urgente fin de evitar por una parte los peligros que ofrece aquel paraje por su ruinoso estado y de mejorar por otra el aspecto público”, contaba en su petición.
El proyecto se tomó en serio y ese mismo invierno de 1838 se comenzaron los trabajo. El primer paso fue la de construir un cauce embovedado de mampostería que partiendo desde el centro de la calle Real condujera las aguas de lluvia hacia el mar y evitara el riesgo en el que vivían permanentemente todos los habitantes y los almacenes que entonces existían en la calle, que acababa inundada con cada tormenta.
La reedificación de la puerta se encontró con el problema de la falta de recursos económicos, por lo que a comienzos del mes de enero de 1839, el alcalde de la ciudad, Pedro Martínez de Haro, publicó un bando invitando a los almerienses a que colaboraran en su construcción: “El ayuntamiento que presido ha dispuesto abrir una voluntaria suscripción de jornales. El hombre de considerable fortuna, el que goza de medianía y hasta quien no pueda ofrecer sino su personal trabajo en día festivo, será tan gratamente acogido como el que más jornales facilite, estampándose su nombre en la lista de contribuyentes”, decía el llamamiento.
La Puerta del Mar volvió a presidir la entrada a la ciudad por el sur, aunque unos años después, cuando las murallas fueron derribadas definitivamente, volvió al olvido hasta acabar desapareciendo. De su existencia solo quedó el nombre, ya que durante décadas a ese escenario al final de la calle Real se le siguió llamando la Puerta del Mar. El once de septiembre de 1891, el día de la gran riada, las aguas desbordadas causaron una gran brecha en el perímetro donde estuvo ubicada la vieja puerta, que se convirtió en una laguna de un metro de profundidad.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/12/almeria/177938/de-la-puerta-del-mar-al-bar-la-marina