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Quien mejor sabe por lo que estamos pasando estos días son las monjitas de Las Puras y Las Claras, quienes pensarán desde su retiro monacal: “Hijos míos, bienvenidos al club”. Yo vivo muy cerca de ellas, en un edificio enfrentado con la Puerta de de los Perdones de la Catedral, con el campanario a 20 metros de mi almohada. Ayer, mi compañera Marta Rodríguez -un saludo desde aquí para ella- abrió a portagayola la puerta de una serie de crónicas, que intuyo deliciosas, hablando de sus vecinos y a mí, como que se me ha abierto el apetito, en estos tiempos en los que parece que no hacemos otra cosa nada más que pensar en comer. (Hay quien dice en las redes que está aprovechando para leer los epigramas de Marcial o que ha redescubierto su afición a la filatelia o a la numismática, pero no se lo crean demasiado). Por eso, les hablaré brevemente también de mis vecinos, de mi particular Rue del Percebe del centro histórico, pero solo de algunos, por ahora: ayer por la mañana empecé a sentir en el último piso donde vivo un ruido cruento de arriba donde solo está la azotea. Subí a ver y comprobé que eran chavales del edificio que habían montado un improvisado campo de tenis, entre sábanas secándose al sol. Les dije, como si no pasara nada, que salieran a la calle a jugar en vez de molestar, pero me tuve que tragar mis palabras.
Hay también unas vecinas, tres hermanas que viven juntas, que se encargan todas las mañanas de regar unas plantitas que le dan un colorido impagable al rellano. Desde aquí se lo agradezco. El otro día robaron varios tiestos de macetas y estaban compungidas. Yo no fui, les prometí, aunque no sé si las convencí. Hay también un deportista brasileño que viaja en una bicicleta más grande que el ascensor y todos los días tiene que abordar una estrategia de ingeniería para meterla. También vive la señora Luisa, que compra todos los días con su carrito para hacer la comida del día, siempre con fruta y verdura fresca, quizá de la tienda de barrio que hay al lado del Bar Vidal. Y también está otro señor mayor muy educado, Frías se apellida, hijo y nieto de los dueños que tuvieron la histórica confitería La Sevillana. Ya debajo, está la librería de Juan y Marina, ahora cerrada claro, porque los libros no los han incluido como bien de primera necesidad, aunque eso es muy discutible. Por la tarde a las ocho, con puntualidad meridiana, empezaron a sonar palmas en los balcones de mi edificio, como en todos los balcones de España, pero en vez de sonar el 'Resistiré' de Ramón y Manolo, sonó el Himno español, y me acordé, no sé por qué, de aquella señora que salió en todos los telediarios cuando desenterraron a Franco diciendo que la maldición de Tutankamón caería sobre todos nosotros.
Antes de eso, fui a comprar pan y nueces a la calle Las Tiendas - no tan lejos como Indalecio Gutiérrez- y después me encontré con que ya no está la vaca del Ale-hop de Puerta Purchena ni el cencerro que hacían sonar los niños y aproveché para lavarme las manos en el Cañillo, pero no como Poncio Pilatos, y saludé a don Nicolás, que parecía no darse por enterado de nada de lo que está pasando en el mundo.
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