Ha muerto don Julián Martínez, uno de los curas históricos de Almería. Tenía 93 años y seguía siendo un caminante incansable que salía todas las mañanas a recorrer su ruta por las calles del centro, luchando por mantenerse activo. En uno de sus paseos habituales sufrió una caída de la que salió mal parado con una fractura de cadera de la que ya no ha podido recuperarse.
Don Julián vivía en la casa sacerdotal de la Plaza de la Catedral y todas las mañanas salía a pasear después de hablar con Dios. Le gustaba madrugar, andar por las calles a esas horas en las que la ciudad se movía sin prisas, cuando los niños acababan de entrar al colegio y los comercios no habían terminado aún de levantar las persianas. Caminaba lento exigiéndose un esfuerzo que le ayudaba a sobrevivir. Le costaba dar los pasos porque arrastraba una vieja enfermedad, una maldita poliomielitis que a los trece años de edad le dejó huella en una pierna. Cuando enfermó, el médico le dijo que no había medicinas para tratarlo y que la única recomendación que le podía dar era que dejara el frío de la meseta y se fuera al sur.
Había nacido en Campillo de Dueñas, provincia de Guadalajara, conocido también como el pueblo de los curas porque de sesenta vecinos que había entonces cuarenta eran sacerdotes. Después de pasar ocho años como cura rural por aquellos pueblos de Dios y de un profundo aprendizaje en la Catedral de Sigüenza, decidió atender los consejos del médico y venirse a Almería buscando el sol.
Llegó a comienzos de los años sesenta tras conseguir por oposición una plaza en la Catedral. Se vino acompañado de su padre, Perfecto Martínez Heredia, y de la segunda esposa de éste, la señora Ángeles, a la que el cura llamaba “tía” y se establecieron en una casa antigua de la calle Arráez.
Cuando recordaba aquellos primeros años en Almería siempre se emocionaba como un niño y las lágrimas se asomaban a sus ojos con ganas de estallar. Contaba que cuando llegó a Almería se quedó admirado al ver la cantidad de gente que iba todos los días a escuchar misa, sobre todo los domingos por la tarde. El templo se quedaba pequeño y era necesario sacar sillas plegables para que todo el mundo se pudiera sentar. Don Julián era entonces un hombre joven metido en los treinta años que destacaba por su buena presencia y por ese acento castellano puro que lo diferenciaba del resto. Se puede decir que su entrada en el templo fue un éxito y que durante años se convirtió en el cura de moda de la Catedral. Solía decir con ironía que en su carrera sacerdotal había confesado a más personas que todo el cabildo junto.
Como era forastero, los fieles y sobre todo las fieles, que eran las que más se confesaban, lo buscaban para contarle los pecados. Era más fácil sincerarse con un cura que no era de aquí, con el que uno se sentía menos comprometido porque ni sabía quiénes éramos ni de qué familia veníamos. Si había que confesar algo grave, mejor a un forastero que al cura que nos había bautizado o con el que habíamos hecho la Primera Comunión, que sabía más de nuestras intimidades que nosotros mismos. Don Julián llegó a ser el gran confesor de la iglesia almeriense, capaz de llenar la Parrala de Viator de sacerdotes y llevárselos al Campamento a confesar reclutas. Esos sí que tenían pecados.
Los sábados se iba a la capilla del colegio de la Salle, con otro batallón de curas y en un par de horas ponía en paz con Dios a trescientos alumnos. No tenía un día libre y siempre estaba ocupado. Lo llamaban los dominicos para que fuera a cantar, los miembros de la Archicofradía de la Hora Santa para las jornadas de “reparación y desagravio”, las monjas de las Adoratrices para que les diera lecciones de religión a las niñas y las hermanas del colegio de la Divina Infantita, donde oficiaba misa a las siete de la mañana.
Don Julián tenía una clientela fija y no le faltaba el trabajo. Además, era un privilegiado a la hora de cantar. Su buena voz lo convirtió en un artista del Gregoriano, ocupando el puesto de sochantre del coro de la Catedral. Aquellas si que eran misas, con la liturgia del canto en latín que abría la ceremonia, con el templo lleno de parroquianas. Cómo sonaba la voz del sacerdote en aquellas madrugadas de Via Crucis en el Cerro de San Cristóbal, cuando en medio de un gran silencio se escuchaba su canto como un eco del cielo arropando al Cristo de la Pobreza.
Hasta hace dos años don Julián Martínez estuvo dando misa por la mañana en la parroquia de San Pedro. Lo hacía por vocación, por sentirse vivo, por seguir haciendo un servicio a la Iglesia, aunque el templo ya no se llenara de gente y los confesionarios estuvieran vacíos. La misa diaria lo mantenía con fuerzas y lo obligaba a darse esas caminatas por las calles del centro que le permitían encontrarse con los amigos.
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Eduardo de Vicente