En plena virosis, también hay tiempo para los amores imposibles. Me ahorraré el nombre, pero hay una señora que está hasta las trancas por mi tendero. Lo descubrí el día en que él se amagó a recoger una moneda y ella, a su lado, apretó para adentro el vientre, como aquella criada negra lo hacía con el corsé de la señorita Escarlata. Es una prueba tan infalible como una PCR. Ella es mujer de unos 80, bien conservada, aunque ya no se tinta el pelo, pero mantiene la espalda recta y el brillo en los ojos. Siempre que llego para la pequeña compra diaria, ella está allí, como un sereno con el chuzo, revoloteando entre los estantes de especias o de legumbres, con su mascarilla puesta y mirando de reojo.
Me cuenta una vecina fisgona, que la señora a veces baja hasta tres o cuatro veces al día con cualquier pretexto para ver a su enamorado en plena faena. Si un día a la mujer se le olvidan los berberechos, otro es el azafrán. Ardides de la edad.
Lo más sublime es que esta relación de ida y vuelta se ha acelerado durante el confinamiento, cuando más presentes están las tiendas de barrio. Y ya se sabe que el roce hace el cariño, también en este tiempo de distancias.
Ella, como digo, se lleva los productos de dos en dos para verlo varias veces al día . Lo mira con ojos de cordera degollada, mientras el comerciante se afana con los cobros, pasa la tarjeta o dispensa bolsas recicladas. Uno la ve y le parece que va a la tienda con la misma cara con la que fuera a pedirle sal al vecino: esperando que pase algo. Para esa mujer, el encierro no es un problema, es una fiesta, porque al haber más cola de clientes, puede estar más tiempo por allí de cháchara al lado de su galán, hasta que empiece la desescalada y se dé cuenta de que, como canta Sabina, no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió. Los encargados del súper se han convertido en grandes gurús de casi todo. Hay personas mayores y solas que ya no podrían vivir sin un buen tendero que se precie a quien contarle todo, a falta de curas en los confesionarios y de camareros en las cantinas. Los ultramarinos se han transformado en micromundos de cada barrio, donde todo puede suceder, desde el amor ya referido a que alguien pregunte en medio del silencio del pasillo cuál es la receta para hacer donuts caseros.
A partir de este puente de mayo se nos abre un mundo desconocido en el que iremos desescalando, aunque, como Mark Twain refiriera, el peligro no está en lo que desconocemos, sino en lo que damos por cierto.
A todo el que preguntes trabaja ya en esa palabra, en la desescalada, desde un peluquero a un horchatero, como Aznar cuando decía con acento mexicano de Chihuahua aquello de “estamos trabajando en ello”.
Querámoslo o no, habrá algo estos días de tentar a la suerte, de ensayo-error, de ir ‘piano piano’ a ver hasta dónde podemos soltar la correa, porque no sabemos de dónde nos puede venir una recaída, porque el virus puede estar en cualquier piedra del camino, porque como escribió el risueño Demócrito hace 2.500 años bajo este mismo sol, todo cuanto existe es fruto del azar y la necesidad.
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