Las casas que se quedaban abandonadas

Las casas viejas no estaban de moda en los años setenta. Era la época de los pisos

Una de las casas que a comienzos de los años setenta se quedaron abandonadas en Almería. Estaba situada en la Plaza del Pino.
Una de las casas que a comienzos de los años setenta se quedaron abandonadas en Almería. Estaba situada en la Plaza del Pino.
Eduardo de Vicente
22:45 • 07 may. 2020 / actualizado a las 07:00 • 08 may. 2020

Las casas viejas habían pasado de moda. A comienzos de los años setenta, el sueño de muchas familias era tener un piso moderno con todas las comodidades, lo que provocó un éxodo a los edifios edificios y el abandono de muchas de aquellas mansiones antiguas que se quedaron sin vida, convertidas en refugios de las aventuras infantiles.



Muchas tenían escaleras de caracol que comunicaban el interior de cada vivienda con la azotea; enormes portales donde nos protegíamos del sol y de las miradas adultas, y sótanos oscuros y polvorientos donde las familias iban guardando los trastos viejos. Una casa antigua se hacía vieja cuando se quedaba sin vida, cuando sus vecinos iban muriendo y sus puertas se cerraban para siempre. Cuando una casa se quedaba vacía el tiempo la devoraba con avaricia y cada año que pasaba por ella dejaba profundas heridas en sus muros.  



Lo viejo ni estaba de moda ni era rentable por lo que empezamos a ver como los propietarios de las viviendas las dejaban languidecer para después derribarlas y construir grandes bloques de pisos sobre los solares. En este proceso, en este lento camino hacia la destrucción de una parte del patrimonio, muchas de estas viviendas históricas entraron en una fase de abandono absoluto. Primero se quedaron sin inquilinos y después la soledad y el tiempo las fueron condenando



Los niños, que poco sabíamos de urbanismo ni de proyectos, aprovechamos aquella lenta descomposición para incluir las casas viejas en nuestro catálogo de lugares preferidos



Sentíamos una atracción especial por las casas abandonadas: por ser territorios prohibidos y porque nos servían de refugio cada vez que necesitábamos apartarnos del mundo. El que nos dijeran que no entráramos en una casa porque podíamos correr peligro, era una advertencia lo suficientemente atractiva para que a las primeras de cambio nos coláramos por un balcón sin que nadie nos viera. Era emocionante preparar el asalto: buscar una linterna, comprar las pilas, planear la entrada en el momento preciso para que ninguna vecina nos descubriera. La entrada más directa era forzando la puerta, pero dejaba huella y permitía que la vivienda se quedara abierta para que otras pandillas de niños pudieran profanarla, una posibilidad que descartábamos casi siempre. Lo habitual era escalar las rejas de una ventana y acceder a través de un balcón. 



Las casas viejas estaban llenas de misterio y también de objetos que para nuestros ojos infantiles tenían un valor incalculable. Los mayores de mi barrio solían contar que allá por el año 1968, antes de que los picos y las palas echaran abajo el edificio del Paseo de San Luis donde había estado ubicado el colegio Mater Asunta y la antigua bodega de San Luis, entraron al piso de arriba escalando por una de las ventanas laterales y allí se encontraron con un tesoro que no esperaban: un juego de sables de aspecto medieval que formaban parte del decorado del salón principal. Aquellas espadas estuvieron varios años rondando por el barrio cuando había que jugar a los castillos.



La primera casa abandonada que yo descubrí estaba en la Plaza del Pino, muy cerca del Hospital. Era una casa de dos plantas llena de balcones, ventanas y puertas. En la fachada principal había dos portones antiguos por donde en otro tiempo entraban los coches de caballos. Aquel edificio se quedó vacío y durante años estuvo a merced de las lluvias que agrietaron sus techos y de los niños que profanaron sus puertas. Dentro del edificio todavía quedaban algunos muebles viejos que la humedad había ido destrozando. Sobre una pared, malherido por un clavo oxidado, aparecía un almanaque con una fecha: diciembre de 1960. Tal vez había sido el último año que la casa había estado habitada, la última Navidad que la chimenea que presidía la cocina había calentado la vida de sus inquilinos. 



El almanaque, la chimenea y un viejo perchero de madera del que todavía colgaba un abrigo cubierto de cal, eran los testimonios de un tiempo lejano, los rescoldos de una vida apagada. Los niños recorríamos las habitaciones paso a paso, con el miedo metido en la garganta, temiendo que el ruido de una ventana que el viento había cerrado, fuera el de algún ocupante inesperado que nos había descubierto. 


En la Plaza de Romero, detrás de la calle de Antonio Vico, había otro caserón medio abandonado donde vivía una anciana rodeada de gatos. A los niños nos atraía aquella casa y sobre todo, la estampa de la inquilina, una mujer huraña que parecía estar peleada con el mundo. Se llamaba Sacramento y sobrevivía vendiendo caramelos, barras de regaliz, petardos y mixtos de crujir. El lugar era una cochera antigua de caballos con un aspecto sombrío, que nada tenía que envidiar a los ambientes sórdidos de las novelas de Dickens.  Un paraíso para la fantasía infantil.



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