Los niños de pueblo que vivían en Almería tenían doble nacionalidad: eran niños urbanos, criados en la picardía de la ciudad, pero nunca dejaban atrás ese alma rural que los hacía diferentes y que a muchos los impregnaba con esa sabiduría que solo puede dar el contacto con la naturaleza. Mientras que los niños de la ciudad mirábamos los pájaros volar como si fueran extraños, los niños de los pueblos los conocían por sus nombres, sabían dónde ponían los huevos y cómo hacían sus nidos.
Los niños de ciudad nos forjábamos en la universidad de la calle, que representaba las antípodas del colegio. Toda la disciplina que nos exigían los maestros la pisoteábamos después cuando salíamos de la escuela y nos mezclábamos con la vida real que estaba fuera, en las horas que nuestras madres nos dejaban para jugar, que siempre nos parecían pocas. La recompensa por portarnos bien, por haber hecho los deberes o por traer buenas notas, era la calle.
En los pueblos la calle no tenía esa excepcionalidad para los niños porque era una prolongación de la vida familiar. En los pueblos todo el mundo se conocía y cualquier plaza o cualquier vereda eran tan seguras y tan cercanas como el comedor de una casa. Se vivía con las puertas abiertas y los escenarios eran comunes como si todo el mundo compartiera un patio universal con la certeza de que nunca pasaba nada. En los años setenta, cuando en la ciudad los relojes tenían prisa y vivíamos a fuerza de revoluciones, cuando las calles empezaban a ser invadidas por los coches y por los modernos bloques de pisos, en los pueblos la vida mantenía su pulso arcaico y tribal y el tiempo pasaba más lento o no pasaba.
Casi todos conocíamos en nuestro barrio o en nuestro colegio a algunos de aquellos niños de pueblo que por el trabajo de sus padres se habían venido a vivir a la capital y que cuando llegaba el fin de semana regresaban a su lugar de origen con la alegría del que vuelve a su patria. Los que vivíamos en la ciudad, más de una vez les llamábamos catetos, hasta que un día descubríamos que los catetos éramos nosotros, los que no habíamos salido nunca del barrio, los que no conocíamos los nombres de los pájaros ni nos habíamos subido a un árbol jamás a mirar los nidos. Los que no sabíamos distinguir el canto de una rana del chirrido de un grillo, los que nos habíamos olvidado del olor de la leche recién ordeñada y del sabor que tenía el pan cuando acababa de salir del horno.
La primera vez que pasé unos días en un pueblo tuve la sensación de que aquellos niños eran más libres que nosotros porque no tenían que estar pendientes de los coches a la hora de cruzar la calle, porque no se encontraban con nadie que les pudiera quitar la pelota o robarles el reloj, porque el policía municipal o el cabo del cuartelillo de la Guardia Civil no los perseguía por jugar al fútbol, porque en los veranos las noches eran eternas y podían estar en la calle hasta la madrugada sin ningún temor. Eran más libres porque no tenían tantos miedos como nosotros, los niños de ciudad, a los que desde pequeños nos enseñaban a no fiarnos de nadie y nos contaban la leyenda del hombre del saco.
Por el mes de mayo, cuando me llevaban a las fiestas de Pechina, me sentía perdido cuando me mezclaba con los niños del pueblo. Yo, tan adelantado, que venía de Almería, que presumía de haber escapado mil veces de las garras de los municipales, que era experto en tirar petardos y en darle besos a las niñas, me sentía un analfabeto entre aquellos vencejos cubiertos de polvo que se bañaban a escondidas en las balsas, que jugaban a saltar de noche la tapia del cementerio y se hacían tirachinas con las ramas de los árboles. En verano, cuando con la familia de un compañero de la escuela pasaba algunos días en Carboneras y en San José, volvía a descubrir mis limitaciones cuando veía a los niños del pueblo que llevaban el mar pegado a la piel y se pasaban las horas muertas entre las barcas hablando un idioma que yo desconocía, el de la gente del mar.
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