Había algo de guerra antigua en aquellos soldados que desfilaban a todas horas por nuestras calles al son de la banda de cornetas y tambores. Imponía verlos con sus gestos tan serios, marcando el paso con rigurosidad, vigilados de cerca por algún mando superior que los dirigía y que estaba siempre pendiente de que las botas lucieran como soles y que ni por un momento dejaran de ir perfectamente uniformados.
Llevaban impregnado ese glamur casposo de los militares de posguerra, que arrastraban como una cicatriz los recuerdos de alguna batalla lejana. A los niños nos gustaba verlos, pero también nos daban algo de miedo porque ellos representaban la disciplina a ultranza, la obediencia sin paliativos, el futuro no muy lejano al que un día nos tendríamos que enfrentar cuando nos llegara la hora de cumplir con el servicio militar.
Crecimos viendo desfilar a los soldados del cuartel de la Misericordia y a los del campamento, que recorrían las calles de la Almedina cuando se dirigían a la Catedral para acompañar a alguna procesión. El sonido de sus tambores era suficiente para revolucionar el barrio, para que los niños saliéramos al galope de las casas buscando su presencia.
Impresionaba ver a aquellos cabos gastadores, tan altos, tan bien uniformados, tan serios y tan armados como si fueran a hacer la guerra. Viendo a aquellos soldados empezamos a entender que la vida militar debía de ser muy dura y aburrida, anclada en un universo de órdenes y de posturas que transformaba a esos jóvenes, seguramente de remplazo, en robots uniformados.
Otra cosa era la Guardia Civil, que con sus uniformes de gala y subidos en sus espléndidos caballos, tenían un aire más festivo y menos severo que aquellas secciones del Regimiento de Infantería Nápoles 24 que venían del cuartel. La Guardia Civil a caballo era un espectáculo por sí misma, tanto que cuando salía eclipsaba al resto de la procesión. Cómo brillaban las botas, con qué templanza dominaban a los caballos, sólo con un movimiento de las riendas o hablándole ligeramente a la oreja.
A los niños nos divertían mucho los caballos, sobre todo cuando hacían algún amago de desbocarse y cundía la alarma entre el público que ocupaba las aceras, o cuando al pasar por una calle con el suelo lleno de adoquines iban caminando a duras penas entre resbalón y resbalón.
Detrás de los jinetes iba siempre una cuadrilla de barrenderos, los sufridores de aquellos desfiles, que con la escobilla y el recogedor tenían que ir limpiando la calle de las boñigas que iban dejando los animales. En los años sesenta, lo militar y lo religioso iban aún de la mano: la espada y la cruz, el poder de las armas y la fuerza de la fe se unían en nuestras calles para darle solemnidad a las celebraciones de la Iglesia. En octubre, para la procesión de la Virgen del Pilar, que salía de la parroquia del Corazón de Jesús, se contaba con la presencia de la Guardia civil a caballo que abría el cortejo, y una escuadra de gastadores de soldados de infantería con su banda de música incluida. En Semana Santa, los civiles a caballo acompañaban a la procesión del Santo Entierro y hubo algunos años que también participaron en la Soledad. También salían con la Virgen del Carmen de la iglesia de San Sebastián, en la romería de Torregarcía del mes de enero, y en la procesión de la Virgen del Mar que cada año clausuraba los festejos de la Feria. A veces se organizaban festejos extraordinarios, que no estaban previstos en los días rojos del calendario. Una de aquellas jornadas festivas fue la del 17 de julio de 1961, cuando las fuerzas de la guarnición desfilaron por las calles de Almería con motivo del veinticinco aniversario del Alzamiento Nacional. Iban los soldados desfilando y una completa representación de la benemérita, tanto a pie como a caballo. Pero donde más lucían los uniformes eran en el Corpus, desfilando con trote lento a la caída de la tarde, arropados los jinetes por una escuadra de bastidores del mismo cuerpo que le daban mayor realce al cortejo. El Corpus era una de las fechas más esperadas del año y el último día festivo ante del verano. El Ayuntamiento movilizaba a sus guardias municipales y a todo el equipo del cuerpo de jardineros, que ese día tenía doble trabajo: primero para sembrar el suelo del recorrido de una capa vegetal que perfumaba y daba realce al desfile, y después para retirar aquella alfombra verde.
Para los niños de hace cincuenta años, el Corpus era un ensayo de las vacaciones, un gran espectáculo que llenaba las calles de emociones y transcendía de lo religioso. Para muchos de nosotros, la presencia de Dios estaba más en la ilusión por estrenar las sandalias , en la impresión de ver a los soldados desfilando y en esa emoción infantil de un jueves sin colegio, que en la imagen de la santa custodia que los adultos paseaban.
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Eduardo de Vicente