Hay comercios que no llegan a desaparecer del todo, que quedan asomados al balcón de la historia por los recuerdos o por pequeños detalles que superan el paso del tiempo como testigos de una época dorada.
La Casa Ferrera sigue con nosotros porque sigue en pie su hermoso edificio mirando al Parque y al puerto. Su fachada roja conserva los carteles primitivos donde anunciaba al público su condición de comercio moderno en el que se podía comprar desde hierros y cementos al por mayor hasta los más refinados artículos de regalo y los mejores juguetes que llegaban a Almería directamente importados de las fábricas más famosas de Valencia y de Cataluña.
El edificio de Casa Ferrera sigue en pie dignificando esa franja del Parque que fue arrasada por las nuevas construcciones y condenada a galeras por las tres carreteras que lo recorren. Su historia comenzó en los últimos años del siglo diecinueve, cuando el joven empresario Emilio Ferrera montó un negocio de hierros aprovechando la actividad minera de la ciudad y el auge del puerto. Compró un gran solar en la calle de Pescadores con fachada lateral que se prolongaba por la calle Martínez Campos y encargó la construcción de un edificio de dos plantas que es el mismo que hoy sigue en pie junto al Parque, manteniendo en su fachada el nombre de Casa Ferrera, con el que fue bautizado el establecimiento.
Su inauguración, en 1913, fue un acontecimiento sin precedentes en Almería. Haciendo gala de sus aptitudes como negociante y de ser un especialista en marketing social, el día anterior publicó una anunció en la prensa local que decía: “Para evitar omisiones lamentables, sirva la presente de invitación a mi numerosa clientela y amigos, con cuyas visitas espero verme honrado”.
El establecimiento abrió sus puertas al público rodeado de un glamur desconocido en la ciudad. Ferrera preparó una gran fiesta iluminando las dos fachadas del edificio y organizando un acto social en el que los invitados fueron obsequiados con pastas, dulces, licores, champagne francés y auténticos habanos importados de Cuba.
‘El Nuevo Mundo’ fue el complemento del viejo almacén de ferretería que le había dado la fama. Quería mezclar la ingrata y árida tarea de vender hierros con una iniciativa basada en el buen gusto, en lo artístico, en detalles sugestivos que convirtieron el nuevo establecimiento en un gran bazar de artículos fantásticos. Los escaparates de ‘El Nuevo Mundo’ se convirtieron en un lugar de culto donde iba la gente a soñar. Un día, montó un impresionante puente de hierro como los que cruzaban las ramblas por donde pasaban los trenes camino de Almería. En otra ocasión convirtió el escaparate en un enorme campo donde excavadoras y tractores hechos en miniatura anunciaban la llegada de la moderna agricultura.
Cualquier día podía ser una fiesta delante de las vidrieras de la Casa Ferrera, pero ningún acontecimiento se vivía con tanta intensidad y tanto despliegue de emociones como las exposiciones de juguetes que organizaba en las vísperas de los Reyes Magos. En enero de 1916, Emilio Ferrera iluminó la calle Martínez Campos con diez potentes focos y montó en el escaparate principal un ferrocarril eléctrico al que no le faltaba ningún detalle, desde la máquina y su ejército de vagones, hasta el edificio de la Estación y sus correspondientes operarios. Se dijo entonces que toda la ciudad pasó por delante del escaparate.
La Casa Ferrera fue el negocio más importante de la calle y más tarde del Parque Nuevo, aunque en los años de la posguerra fue perdiendo importancia, siguiendo un declive que empezó en 1918 con la muerte su fundador. En esa misma acera estuvo la Casa Cros, que en 1906 se estableció en Almería con su industria de azufre y abonos químicos para la agricultura, el arbolado y los jardines públicos. La Casa Cros, al igual que la Casa Ferrera, nos dejó un gran edificio, pero fue derribado en los años setenta.
Después llegaron a la calle los hierros de Terriza, la Comandancia de Marina, los tractores de Vidaurreta, los alambres de Cosmasa y en los años setenta, cuando los rodajes de cine habían dejado una profunda huella en la ciudad, llegó el primitivo bar El Barril que llenó las paredes de retratos de artistas y nos invitó a los adolescentes a reunirnos allí por las tardes entre fotografías sepias y jarras de cerveza con tapas de cacahuetes.
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Eduardo de Vicente