Elegantes tragedias (V): Árbol sin nombre

Quinta entrega de una serie de siete relatos negros sobre Némesis de Peláez

Mar de los Ríos
07:00 • 01 ago. 2020

Almería, 1946



Los huéspedes del Preventorio del Niño Jesús tienen entre cuatro y catorce años. El día de su llegada es el que más trabajo dan. Se les corta el pelo y se queman sus ropas. Todos son rociados de arriba a abajo con unos polvos blancos que sirven para desparasitar. Yo soy, era, la encargada de darles el uniforme que utilizan durante su estancia. En ese proceso los clasificaba y me daba cuenta de quién me iba a dar más problemas. Allí pasan una estancia de entre tres y seis meses, sabe usted, es una especie de hospital para prevenir la tuberculosis. ¿Qué cuántos niños manejan? Desde el año 45 en que se produce su reapertura, se disponen de ciento cincuenta plazas entre niños y niñas y que se reparten en las dos plantas que forman la ampliación de las instalaciones. Los angelitos proceden de familias pobres de solemnidad donde corren el riesgo en sus propias casas de morir de tuberculosis, la maldita pandemia que nos ha tocado vivir desde hace más de un siglo. Desde principio del siglo XX muchos países optaron por construir esta especie de balnearios infantiles para cortar el contagio entre la clase obrera, donde más se ceba el bacilo. España optó por esta fórmula también. En la actualidad sigue habiendo largas listas de espera para poder meter a tu chiquillo allí, pensando que con ello se colabora a que la enfermedad que aniquila a tanta infancia se haga pequeñilla. Desaparecer, ya sabemos que no, por ahora no se ha encontrado la vacuna. Y solo unos pocos son los elegidos. La mayoría vienen con ilusión porque les ha contado que en el Preventorio van a comer tres veces al día, van a dormir en un colchón de lana para ellos solos, que echarán la siesta en una hamaca y que jugarán con otros niños en un patio grande después de misa. La realidad es que se les trata como si fueran ganado, ahora lo sé a ciencia cierta. La cárcel da para pensar mucho, doña Némesis. 



Y lo primero que me chocó es que solo un tercio de las plazas están reservadas para zagales de Almería y provincia, el resto de los niños proceden de otros sitios de España. Almería padece de tuberculosis de manera especialmente severa después de la maldita guerra y yo no acertaba a entender por qué a los mandos de la Sección Femenina les parecía oportuno que la mayoría de las plazas las ocupasen niños de Córdoba o de Murcia y que hagan ese largo viaje por sistema. Yo fui contratada por error como enfermera de la primera plantilla en enero del 45, cuando se reinauguraba el Preventorio. No estaba ni mucho menos en la lista para ser una de las tres enfermeras que iba a recibir un sueldo fijo, porque las quieren jóvenes e inexpertas. Pero en el último momento y de rebote llegué a Almería con esta atribución. Sí, yo soy Araceli Soriano, jienense, nosotras tampoco debemos de ser de la ciudad. El personal cambia mucho, casi con los turnos de los niños.



Yo acabé mis estudios de enfermería en la República y lo que recuerdo de mis maestras era otra cosa de lo que viví en aquel infierno durante nueve meses. La bofetada es la respuesta impuesta para casi todo: vomitar, llorar, echar de menos a tu familia... Al retrete solamente pueden ir por turnos. Por eso se mojan muchas camas por la noche, de miedo y de necesidad. Unas veces las dejan mojadas y les abren la ventana, otras, como castigo, les queman el trasero o les hacen un corro sus propios compañeros para que todos se burlen. El administrador es quien se encarga de dictar esa manera tan cristiana de procevder y corregir las faltas de los chiquillos. Nos cela a todas para que no dejemos de ser las primeras en cumplir sus normas, sobre todo a las vigilantas de los dormitorios. Casi todas somos mujeres, menos el cocinero, el pinche y el capellán. 



¿La comida? Casi siempre se compran artículos de ganga y eso ya sabe usted lo que significa, que se sirve lo que se les echa a los cerdos de las corralas, eso sí, pasado por la lumbre con un poco de perejil. De eso vivían el cocinero y su ayudante, de comprar veneno para las criaturas y llevarse ellos la comisión correspondiente. No corren tiempos fáciles para nadie, eso ya lo sabemos, pero de donde yo provengo había moral y compasión por los niños desvalidos. Allí no está Dios ni se le espera por más que se santigüen mañana, tarde y noche. Los niños son su negocio. 



Eso es lo que debió de pensar el capellán que yo conocí, que disponía de un rebaño de corderos proveniente del bando maldito. Montó sin mucho recato un mercado de chiquillos para las familias adineradas de Málaga, Granada y Murcia. Se encargaba de clasificar a los infantes más hermosos y robustos y que fuesen, a ser posible, los más pobres del redil; que en su casa hubiese una caterva de diez hermanos era garantía más que suficiente para convertir en inmunes sus acciones sin ningún tipo de reproche. Sus padres, viviendo en cualquier cueva a cientos de kilómetros, comprenderían que iban a estar mejor en alguna familia pudiente que había ido a visitar el Preventorio por casualidad y se había apiadado de su criatura, adoptándolo. 



Y en ese grupo estaba Fernandito y su hermana Críspula Rosales. Tenían cinco y seis años cuando llegaron el verano del 45 desde Torredonjimeno, un pueblo de Jaén. Eran dos angelotes con dos pares de ojos de mar que enamoraban desde sus churretosas caras. Los hermanos suelen llorar porque no quieren dormir en habitaciones separadas, y esa es otra de las normas, sobre todo si son de distinto sexo. Las niñas duermen en el pabellón de abajo y los niños en la primera planta. Yo ese verano tenía que inyectar una especie de vitamina de prueba a ciertos niños también clasificados con un brazalete encarnado. Los hermanos Rosales tenían aquel distintivo. Pero a Fernandito se le mando quitar a la semana de estar allí. La niña se escapaba algunas noches e iba a consolar a su hermanillo. Como yo la veía por las mañanas y era muy parlanchina se me pegó como un perrillo. Me contó que su Fernandito no estaba en muchas ocasiones, que su cama estaba vacía. Y que cuando le preguntaba en el patio dónde había estado, el chiquillo no se acordaba. Yo sabía a ciencia cierta que allí no se podía dudar de nada a las claras, así que, a la tercera queja de Críspula, y observar al niño cada vez más escurrido y ojeroso, decidí investigar por mi cuenta. Yo dormía en la parte del chalé-vivienda. Como él. Y una noche lo vi pasar con el niño dormido en brazos. Lo metía en su cuarto y lo devolvía al amanecer, eso lo pude constatar cuatro noches, no todas seguidas. La quinta vez que me levanté a corroborar mis sospechas, me fui directa a la habitación del capellán y abrí la puerta con sigilo dispuesta a desenmascararlo de una vez. Pero cuando retiré la madera de mi vista, armada con un palo de escoba y un candil, no encontré sino la cama revuelta con una gran mancha de sangre en el colchón. No había nadie. Un escalofrío recorrió mi columna vertebral, pero ya no podría volver a mi cuarto, aunque sabía que a cada paso que daba estaba firmando lo que yo creía sería mi despido laboral. Recorrí todos los rincones de puntillas. Era casi al alba cuando vislumbre a lo lejos en el huerto a alguien removiendo tierra. Tenía que haberme marchado a mi cuarto en ese instante y ahora mismo estaría en otro hospital y no en la cárcel. Pero mi infancia feliz, mi juventud republicana, mi juramento hipocrático, los días desesperados de los bombardeos de la guerra, todo junto, acudió a mis pies descalzos y salí corriendo hacia mi final. Al llegar a su altura y por la espalda, enfoqué con el candil su trabajo de jardinería nocturna sin dirigirle palabra alguna. Y los ojos abiertos de terror de Fernandito, mientras le caía la tierra por el rostro, no me han abandonado desde entonces. El capellán paró un instante su labor y me dijo con la mayor desfachatez:



 —Vuelva a su cama, enfermera Soriano, este bulbo no es de su incumbencia. 


De pronto comprendí que estaba ante el mismísimo Lucifer y mi instinto de supervivencia hizo el resto. Regresé a mi habitación, cogí mi ropa primitiva, me calcé mis alpargatas dejando en el suelo el uniforme blanco impoluto. Salí amaneciendo del edificio. Cogí el tren de la mañana a Granada, pensando en volver a Jaén ese mismo día. Pero en Guadix fui arrestada por la Guardia Civil. Se me acusaba de inyectar a los niños una sustancia ilícita, lo primero que se les ocurrió para detenerme. Después bastó con cuatro tonterías de juventud para acusarme de ser una roja infiltrada. Y el resto ya lo sabe usted, llevo más de un año en el penal de mujeres de Almería, este de Gachas Colorás, sin ningún tipo de juicio, doña Némesis. Ya me ha visto deambulando por los rincones de este otro infierno.  


Y yo la he llamado hoy porque sé a ciencia cierta que me muero. He pillado la maldita tuberculosis aquí y estoy convencida de que de esta ya no salgo, es cuestión de semanas, quizá de días. Por eso le pedí que viniese usted con un gran pañuelo puesto en la cara para tener esta conversación. Sé que él sigue de capellán en el Preventorio. Algunas presas son madres de esos niños y me lo han contado. Usted es la persona adecuada, enfermera voluntaria de la Cruz Roja y viuda de un policía de los de antes de la guerra. Y es que yo quería dejar como una especie de testamento a la pobre Críspula.  Porque si la Guerra Mundial la ganaron los aliados hace un año, eso quiere decir que pronto derrocarán a estos falangistas de mierda y todo volverá a ser como antes, ¿no cree, doña Némesis? Ya estamos en octubre del 46, ya debe de estar a punto de suceder, no es posible que todas las democracias se queden de brazos cruzados ante esta sociedad bárbara que se ha montado en España, ¿verdad? 


Yo la he visto a usted curar y hablar con las presas en este tiempo y sus ojos de mujer de una pieza no engañan. Porque yo no quería morirme sin decirle a la persona adecuada debajo de qué árbol sin nombre está Fernandito. Y cuando venga otra vez la República quiero que usted busque a Críspula y le diga dónde encontrar el cuerpo de su hermano para que lo entierre en un camposanto y lo saque de aquella soledad maligna. Ella tiene que saberlo, la pobre estará sin dormir desde entonces. Yo lo sé.  



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