Por las tardes, después de las horas reglamentarias de clase y de la humilde merienda, se escuchaban por aquellos solitarios descampados del Hogar Alejandro Salazar, los sonidos de las cornetas , las flautas y los tambores de la banda de música cuando se ponía a ensayar.
Era la famosa banda del Canario, la orquesta del hambre, que soñaba con salir de gira por los pueblos de la provincia para poder comer como no lo hacían dentro del internado. Para aquellos niños de la posguerra que formaban parte de la banda del Hogar, tocar era sinónimo de comer y de beber como si estuvieran en un festín. Cada vez que el profesor don Alfredo Molina les daba la noticia de que se iban de ‘tourné’, se proclamaba el estado de fiesta en el colegio y los niños corrían a preparar sus mejores galas, que entonces no pasaban de una camisa con aire militar y un pantalón corto limpio y de unas zapatillas blancas recién lavadas.
En Semana Santa el éxito estaba asegurado. La banda del Canario acudía entonces a los pueblos donde requerían sus servicios, a veces a Tabernas o a Sorbas, o algún pueblo lejano de la sierra de los Filabres para acompañar en su sufrimiento a alguna virgen doliente. Tocaban por el alojamiento y la comida, cuando eran los propios vecinos del pueblo los que le abrían las puertas de sus casas y los que se encargaban de que los muchachos del hospicio regresaran a Almería con los estómagos bien llenos.
La banda formaba parte de aquel internado-escuela conocido popularmente como el Hogar del Canario, situado en las afueras de la ciudad, en ese paraje que llamaban la Cuesta de los Callejones, un rincón que en los primeros años de la posguerra era un escenario lleno de soledades. Algunas tardes, a esa hora en la que la noche empezaba a sentirse al otro de los cerros, desde la puerta del Hogar del Canario se veían pasar, como sombras en fuga, las bicicletas de los estraperlistas que venían de regreso desde los caminos polvorientos de las ramblas con su cargamento de fruta.
A veces, cuando por el peso de los sacos de naranjas no podían subir la pendiente más dura de la Cuesta de los Callejones, los niños del internado les salían al paso y se ofrecían para ayudarles a ascender la montaña a fuerza de empujones. De paso, los granujas aprovechaban el momento para meter las mano en los sacos y quedarse con unas cuantas naranjas que no tardaban en desaparecer entre los jugos gástricos de sus ambiciosos estómagos.
El Hogar del Canario, que oficialmente se llamaba ‘Alejandro Salazar’, recibía su apodo de la finca en la que estaba establecido el centro y de la famosa balsa que abastecía de agua el recinto. Su ubicación, junto a la Cuesta de los Callejones, le daba a aquel paraje ese aire de paso que tienen los lugares fronterizos. Los niños se salían a la puerta para ver pasar a los camiones que muy de vez en cuando atravesaban la carretera Nacional 340, a los carros que venían a la ciudad desde los cortijos cercanos a dejar el género en la Plaza, a los sufridos estraperlistas que casi siempre pasaban cuando empezaba a oscurecer.
Había mujeres que para eludir la vigilancia de los guardias y esquivar los fielatos, se apartaban de la carretera y cruzaban por en medio de los cerros. Desde el internado, los niños las veían caminar con sus hatillos llenos de comida, pasando de prisa para no ser vistas.
En los años de la posguerra una naranja extraviada en el camino, una lechuga de las que se le caían a los carreros, eran un manjar para los internos, que cuando les apretaba el hambre no dudaban en profanar el bancal de las habas que había en la huerta del colegio y comérselas hasta con la cáscara. No se sabe bien si por el contacto con el aire libre del campo o por las hambres que había en aquel tiempo, los niños del Hogar siempre tenían ganas de comer. Aunque desayunaban café con leche y pan, aunque casi todos los días tenían almuerzo de tres platos y se iban a la cama cenados, nunca les parecía bastante porque ellos arrastraban el hambre de una época. En el comedor las cuidadoras y los maestros guardaban las sobras del arroz con leche, y que los internos observaban sus movimientos como el que mira el sitio donde se guarda un gran tesoro. Muchos de aquellos jóvenes hambrientos soñaban con asaltar una noche el deseado armario del arroz con leche como si fuera la caja fuerte de un banco.
El día que aparecía por el internado la delegada de Auxilio Social, era especial porque les daban más comida y algún plato diferente que los sacaba de la rutina de las lentejas y las habichuelas. El día de la visita, los niños tenían que formar en la explanada principal junto a las cuidadoras y a los maestros del centro. Con sus pobres uniformes de rayas y sus pelados al cero para evitar los parásitos, tenían aspecto de deportados en un campo de concentración. La delegada les pasaba revista para comprobar que estaban bien de salud y los niños posaban ante el fotógrafo oficial de Falange con los manos extendidas al frente.
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