En la cumbre nos sentíamos poderosos, como si de repente pudiéramos tener toda la ciudad en nuestras manos. Los niños subíamos al Cerro de San Cristóbal a jugar a los moros y cristianos trepando por las murallas y a adivinar donde estaban las calles y las plazas que pisábamos a diario.
El cerro del Santo ha sido siempre nuestro mirador particular: lejano, sucio, malherido, aislado y abandonado, pero dotado de una belleza salvaje que nos atraía como un imán. Todas las generaciones de almerienses hemos tenido la inclinación de subir al cerro para perdernos durante unas horas y disfrutar de esa estampa incomparable que ofrece la ciudad desde las alturas.
Subíamos de manera espontánea, cuando había que atravesar todo el arrabal de San Cristóbal, con su universo de cuestas, de piedras y de miseria. Subir tenía alma de aventura porque al menos en mi infancia, allá por los primeros años setenta, tenías que ir con cuidado porque nunca sabías con quién te podías cruzar, y teníamos ese miedo generacional que casi todos compartíamos a que nos quitaran el reloj, nos dejaran los bolsillos vacíos o nos mordiera un perro callejero.
El Cerro de San Cristóbal sigue siendo el mirador que nunca tuvimos, ese territorio común que debería de unir la ciudad en vez de separarla. La historia urbana de Almería, lo que ha sido y lo que es, se ve mucho más clara desde aquella cima desde donde es posible dominar los cuatro puntos cardinales.
Desde el cerro se descubren los golpes que se le han ido dando a la ciudad en las últimas décadas, esa forma de crecer desordenada y arrabalera, y ese último atropello que se ha perpetrado con las dos torres gigantes que le han salido como una joroba fatídica a la vieja estación del ferrocarril.
Nada tiene que ver ya la ciudad que hoy contemplamos desde los escalones del Corazón de Jesús con la que se puede observar en la fotografía que ilustra esta página. El retratista recogió la imagen de un vecino del barrio sentado en una roca mirando el paisaje. Eran los años cuarenta y Almería acababa de pasar una guerra que le había dejado grandes heridas, pero aún conservaba esa belleza frágil que brotaba del contraste entre el azul del mal y el cielo y el verde de la extensa vega que rodeaba la ciudad.
Era una Almería donde dominaban los tonos claros de sus edificios, donde el techo lo marcaban las torres de las iglesias y las horas las daban los toques de los campanarios. En la imagen se puede ver la torre de la iglesia de Santiago, y al lado, la cubierta del templo que estaba desarmada por los daños sufridos durante los años de la guerra civil, cuando el monumento fue incendiado.
Llama la atención la vegetación que cubre una parte de la fachada de la iglesia de San Pedro. Eran los árboles centenarios de la plaza, que habían llegado a formar un bosque en miniatura. También sorprende ver la abundancia de árboles en la calle del Obispo Orberá, que cubrían todo el itinerario desde la Puerta de Purchena hasta el cauce de la Rambla. Veinte años después, con la reforma de esta avenida para darle más amplitud, desapareció una parte importante de su arbolado.
La fotografía nos enseña con claridad donde estaban los límites del casco urbano, que terminaba en las espaldas del instituto de la calle Javier Sanz. Más allá empezaba la vega y toda aquel mundo de cortijos que en un par de décadas acabó desapareciendo del paisaje.
Hacia el sur, partiendo del edificio de la estación, se aprecian las piedras del puente de los arcos por donde pasaban los vagones cargados de mineral camino del embarcadero de San Miguel. Detrás del puente de los arcos volvía la ciudad con las casas de la barriada de Ciudad Jardín y el barrio de pescadores del Zapillo. No se había construido todavía la central térmica frente a la playa y desde allí hasta la boca del río no existía otra civilización que la que formaba la vega.
En aquellos años el cerro del Santo era nuestro mirador de cabecera y estaba tan lejano, tan perdido y tan abandonado, como sigue estando hoy.
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