Por muchos años que pasen el cerro de San Cristóbal sigue conservando su alma de arrabal, de lugar lejano aunque esté a cinco minutos del centro de la ciudad. Tan cerca y tan lejos, tan hermoso y tan desarraigado, tan lleno de posibilidades y con tan incierto futuro. El gran mirador natural de la ciudad sigue siendo un lugar remoto de difícil acceso y poco recomendable para subir en solitario.
Esa condición de gueto le acompaña desde antiguo, y va unida al barrio de chabolas que se fue formando desde los pies de las murallas hasta la manzana del ayuntamiento, una ciudad pobre y destartalada al margen de la propia ciudad, que estuvo presente hasta la década de los noventa y de la que todavía quedan algunas señales.
A lo largo de la historia los almerienses han utilizado la fuerza del cerro para distintas actividades. Desde la ubicación en la cumbre de una ermita el lugar tuvo vocación religiosa, que se vio acentuada en los años veinte cuando Almería decidió consagrarse al Corazón de Jesús y se levantó la imagen protectora del Santo.
En los años de la posguerra también había un motivo religioso para que al menos un día al año el cerro se integrara en la ciudad. Cuando el Cristo de la Pobreza subía en vía crucis al cerro de San Cristóbal se volvía a descubrir un viejo problema que todo el mundo conocía pero que no interesaba solucionar: la marginalidad de aquel barrio, en contraste con su salvaje belleza.
Allí subía el Señor desde la iglesia de las Claras, seguido de cientos de mujeres enlutadas que iban rezando el rosario mientras cruzaban delante de las puertas donde habitaba la miseria con toda su fuerza. En aquel tiempo las casas del cerro no contaban con abastecimiento de agua potable y muchas no habían conocido el adelanto de un váter. Todos los que hemos vivido aquel barrio, recordamos la imagen prehistórica de algún vecino haciendo sus necesidades entre las pencas y la estampa de las mujeres que iban a los cañillos públicos a llenar las garrafas y los cubos de agua.
También en los años cincuenta la subida a San Cristóbal tuvo su carácter lúdico cada vez que se organizaban carreras de bicicletas y de motos, grandes espectáculos que llevaban a miles de almerienses por aquellas laderas por las que habitualmente solo subían los inquilinos del barrio.
Por Feria se celebraban los fuegos artificiales desde la cumbre y por el mes de mayo las peregrinaciones de fe de las mujeres que hacían el sacrificio del ascenso para cumplir una promesa. Las promesas se hacían casi siempre cuando alguien de la familia se ponía enfermo y se confiaba más en lo divino que en lo humano.
Era tan complicado subir por aquellos meandros de pobreza que las mujeres pensaban que su deuda con Dios o con la Virgen estaría saldada de sobra subiendo a rezar delante del Corazón de Jesús en una de aquellas calurosas tardes del mes de mayo.
En los años setenta el lugar seguía estancado, sin más signos de progreso que las antenas de televisión que empezaron a asomar por los terrados. Mientras la ciudad iba mejorando en limpieza, el barrio de San Cristóbal se encerraba en aquella pobreza mística que lo iba alejando más de la ciudad. Aquellos tiempos fueron complicados. Subir por sus callejones se convirtió en una aventura llena de riesgos y eran pocos los que se atrevían a ir de excursión al Santo.
De vez en cuando corría la noticia de que un turista había sido atracado allí arriba o que la policía había encontrado un coche robado detrás de las murallas que culminan la cumbre.
Los planes de reforma tardaron y cuando lo hicieron fueron incompletos, con grandes carencias que lo dejaron todo a medias. El cerro de San Cristóbal sigue siendo ese escenario remoto que no te invita a subir, un muro infranqueable ante el que se siguen estrellando las buenas intenciones y los planes de progreso. No basta con subir dos o tres contenedores y limpiar una vez al año para que este rincón se convierta en el mirador oficial de la ciudad.
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