Todos los veranos tenían un escenario común: la calle. Cuando cerraban los colegios las madres nos soltaban a la calle para que la cotidianidad de las labores del hogar pudiera salir adelante. Había que seguir fregando los suelos todos los días, lavando la ropa, haciendo la compra, preparando la comida, y los niños nos convertíamos en un estorbo dentro de un espacio donde solían reinar a solas las madres.
El verano empezaba en los armarios, el día en que mi madre y la tuya hacían inventario de la ropa del año anterior. Se guardaba la última manta que había quedado rezagada en un sofá y se rescataba todo aquel arsenal de pantalones cortos y de faldas blancas que componían la indumentaria de cada verano.
En las casas con varios hijos la ropa nunca se tiraba porque siempre venía alguno detrás para heredar los trapos del hermano mayor. Se tapaban los agujeros con la aguja y el dedal, se arreglaban los bajos para que quedaran a medida y se lavaban en la pila o en la lavadora para tenderlos después en las azoteas y que el viento y el sol le quitaran el perfume a viejo de los armarios.
El verano empezaba en mayo, cuando las casas se llenaban de primeras comuniones y las niñas estrenaban sus vestidos blancos. El blanco de la ropa recién rescatada de los baúles sobre el blanco inmaculado de los cuerpos. Aquel primer día que volvíamos a la ropa de verano nos sorprendíamos mirándonos los unos a los otros, descubriendo aquel estado de blancura general que nos había dejado el invierno en las piernas y en los brazos, un estado transitorio ya que bastaban tres días de callejeo intenso para que nuestra piel mudara de color.
El verano era un estado de ánimo que se anticipaba al almanaque. Su primer síntoma era una apatía generalizada a la hora de ir al colegio: nos costaba más levantarnos de la cama y por las tardes, a primera hora, las explicaciones del profesor se hacían insoportables en medio de un clima de sopor que nos iba cerrando los ojos buscando una siesta imposible. Tal vez, para sacarnos de aquel estado de hipnosis, los maestros y las maestras nos ponían a cantarle oraciones a la Virgen: “Venid y vamos todos, con flores a María...que madre nuestra es”.
El verano era una sinfonía de tardes interminables, de alboroto de pájaros y de niños, de calles de tierra por las que a veces pasaba el camión de la regadora para librarnos de la primera capa de polvo. La regadora era un acontecimiento festivo, porque venía de forma esporádica y porque suponía una invitación a la aventura. A los niños nos gustaba provocar al chófer para que apretara el chorro y nos mojara mientras corríamos detrás como si nunca hubiéramos sentido el beneficio del agua.
El verano, sobre todo, era la calle y con ella los juegos que pertenecían exclusivamente a los meses de calor. Si en invierno jugábamos al trompo y a las canicas, en los veranos jugábamos a las carreras de chapas y al aro.
El verano empezaba cuando en nuestra calle aparecía la primera niña con vestido blanco que no paraba de bailar el aro en su cintura. Eran incansables, se pasaban las tardes enteras bailando el aro mientras los niños las mirábamos con envidida porque muchos éramos incapaces de ejecutar aquellos movimientos correctamente y porque aquel era un juego femenino que no nos estaba permitido a los varones. El aro era de niñas con la misma rotundidad que asumíamos que el balón era solo para nosotros.
El aro fue un juego que sobrevivió a varias generaciones, y que allá por los primeros años setenta alcanzó cotas insospechadas debido al empuje de la publicidad de la televisión. Como la palabra aro no era comercial, nos lo vendieron como el hula hoop, y la verdad es que fue un éxito rotundo, ya que no hubo niña en Almería que no tuviera su hula hoop reglamentario.
Lo peor de los veranos eran las siestas. Existía entonces la costumbre de que las madres no nos dejaran salir a la calle después de comer y nos obligaban a reposar el almuerzo en la cama, en contra de nuestra naturaleza, que nos empujaba a seguir jugando. Así que muchos llegamos a odiar aquellas horas muertas del descanso obligatorio en la que ni podíamos dormir ni podíamos hacer ruido para no romper el silencio pesado y monótono de aquellas tardes interminables.
Después de la siesta venía la hora de la merienda y cuando el sol empezaba a retirarse nos dejaban salir a la calle a disfrutar. Había dos clases de niños entonces: los que desafiando las reglas se atrevían a irse a la playa sin permiso, y los que obedecían a sus padres y no cruzaban las fronteras del barrio.
La aventura estaba en la fuga, en irse, en mezclarse con lo prohibido sabiendo que te podían coger, que cuando volvieras, con la piel tostada y el salitre en los labios, todo el peso de la justicia materna podía caer sobre tu cabeza. Los castigos eran más duros en verano. Que te dejaran sin salir era una condena insufrible cuando a través de la ventana de tu dormitorio escuchabas las voces de los otros niños que jugaban libremente en la calle, mientras tus ojos se iban llenando de lágrimas de verano.
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