Un muro separaba dos formas de vida y dos conceptos tan alejados como el de la espiritualidad y el de las pasiones carnales. Un muro y un portón de madera para penetrar en un escenario donde uno tenía la sensación de haber recorrido un largo trayecto y haberse alejado del mundo. Aquel muro de piedra y cal separaba a Dios del pecado, la virtud de la mala vida, el orden de la naturaleza del caos del ser humano y sus deseos.
Era el muro de la calle de la Luna, aquella avenida de tierra y casas encaladas donde las mujeres se ganaban la vida ofreciendo sus encantos por un precio módico, en un estrecho habitáculo donde solo cabía la cama y la vela que le ponían a San Pancracio para que les mandara un barco cargado de marineros o un retén de reclutas de Viator.
En la cara del muro que daba al barrio de las putas orinaban los borrachos antes de iniciar la retirada.
En una esquina, a los pies del cerro que bajaba desde el Corazón de Jesús, aparecía el portón de madera por donde se entraba al cortijo. Bastaba con atravesar el umbral de la puerta para sentirse en otra esfera, para tener la sensación de que el bullicio del barrio de las prostitutas había sido un sueño.
Era el cortijo del cura, o mejor dicho, de los curas, porque perteneció al sacerdote don Juan Molina y después a su sobrino, el célebre religioso y profesor don Andrés Pérez Molina. Allí tenían su pequeño paraíso, una auténtica casa de campo rodeada de árboles y bancales a doscientos metros de la Catedral.
El edificio principal constaba de dos casas que se escalonaban sobre las terrazas del cerro. La más alta tenía forma de torre y era el refugio de las palomas. Debajo estaba la vivienda, en la que destacaba una espléndida terraza desde donde se podía contemplar un lienzo de mar, la torre de la Catedral y las mujeres de la vida sentadas en el tranco del pulpitillo de la calle de la Viña. No había ningún otro mirador que pudiera ofrecer más.
Disponía de un gran salón, una cocina luminosa, un comedor moderno, un cuarto de baño, varias alcobas y un despacho repleto de libros. El rincón más íntimo del cortijo era la capilla, donde en los buenos tiempos se celebraba una misa diaria.
Dios formaba parte de la vida del cortijo. Su presencia se palpaba entre los muros de las casa y en los bancales donde crecían las mejores lechugas y las habas más carnosas que se cultivaban en Almería. Cuando la tierra era generosa, una parte de la cosecha se ponía a la venta y eran muchos los tenderos que con sus carrillos de mano y con sus bicicletas, se acercaban al cortijo del cura para llevarse la mercancía.
Tenía almendros, higueras y tantas chumberas que en verano sus frutos alimentaban todos los comedores del barrio. Tenía dos balsas, una pegada a la muralla que ascendía hasta el Cerro de San Cristóbal y otra debajo de la casa.
Todos los años, por diciembre, se organizaba una matanza con los cerdos que cebaban en el cortijo y toda la familia y los amigos se reunían en torno a la mesa para disfrutar de la suculenta sartén de migas del cura, que era la que de verdad se hacía como Dios mandaba.
El cortijo tenía su guarda, que vivía allí permanentemente, en una casa que había nada más penetrar en la finca; era el encargado junto a su mujer de organizar toda la ceremonia de la matanza y que nada perturbara el orden natural de la hacienda.
Todo aquel universo, tan lleno de vida y de fertilidad se fue descomponiendo lentamente. La muerte del tío Juan y la vejez de don Andrés Pérez Molina, fueron la sentencia definitiva. En los años ochenta, los muchachos saltábamos lo que quedaba del muro para coger chumbos y nos escondíamos entre los arbustos para ver a las adolescentes que se bañaban en la balsa buscando el primer bronceado de la temporada.
Los dos mundos, tan cercanos y tan opuestos, el del cortijo del cura y el del barrio de las prostitutas, se fueron apagando a la vez. Cuando tiraron las casas de la calle de la Luna y borraron la última huella de la mala vida, del cortijo solo quedaban sus paredes desconchadas que servían de cobijo a los heroinómanos.
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