El puerto de los mirones y los soldados

Detrás de un pescador siempre había alguien que miraba. Formaban parte de la fauna del puerto

Un día cualquiera en el viejo puerto de Almería, cuando la escollera se llenaba de pescadores y de ojeadores que solo iban a mirar.
Un día cualquiera en el viejo puerto de Almería, cuando la escollera se llenaba de pescadores y de ojeadores que solo iban a mirar.
Eduardo de Vicente
20:39 • 17 jun. 2021 / actualizado a las 07:00 • 18 jun. 2021

Al puerto se iba mucho a mirar. Para ir al puerto no hacía falta ningún plan preconcebido, ni llevar un libro en la mano para entretenerse, ni una baraja en el bolsillo. En el puerto no tenía cabida el aburrimiento, siempre encontrabas un motivo para disfrutar del placer de perder el tiempo. 



El puerto era el desván del tiempo detenido. Por mucho ruido que hubiera en la ciudad, por muchas prisas que tuviera la gente, cuando cruzabas la franja del Parque y te encontrabas con el mar y el viento, entrabas en una dimensión diferente, en un espacio intemporal donde la vida latía con una calma de siglos. 



Era el mismo mar, eran las mismas piedras, era el mismo viento cargado de sal y era el mismo sol que habían disfrutado nuestros padres y nuestros abuelos, que permanecía anclado como una roca en medio del paisaje, invitándonos a compartir las mismas sensaciones que seguramente habían compartido ellos medio siglo atrás.



Al puerto íbamos a mirar, a echar a volar la vista sobre aquel paisaje inagotable y eternamente renovado. Había quien se iba al puerto a olvidar, a dejar aparcados los pequeños problemas de la vida cotidiana y para lograrlo no había mejor terapia que pasear por el andén mirando al horizonte. 



En los días de poniente, el puerto se alborotaba como un adolescente y cuando las olas chocaban contra las piedras el agua empapaba los bolardos y llegaba hasta la vieja vía del tren. Los niños jugábamos al escondite con las olas y cuando el agua saltaba con furia por el dique, corríamos hacia atrás para no mojarnos.



Yo sentía una atracción especial por el puerto en invierno, por el puerto de aquellas tardes grises de febrero cuando las nubes y el mar se abrazaban formando un manto de niebla que apenas te dejaba ver la silueta del faro. Eran tardes solitarias de frío y de humedad donde te podías encontrar con algún pescador atrevido que desafiaba el mal tiempo con una caña, un cubo y una buena dosis de paciencia. 



Los pescadores eran los inquilinos eternos del puerto. Siempre estaban allí, hiciera frío o calor, esperando ese instante de felicidad que le regalaba el pez cuando mordía el anzuelo. No buscaban el botín, la mayoría de aquellos pescadores de caña cumplían con un ritual que los llenaba de fuerza, que los alejaba de los ruidos y de los problemas diarios. Sentados sobre la piedra se pasaban las horas esperando el momento y poniendo en orden sus pensamientos frente al mar. 



Los pescadores tenían una paciencia infinita, que les ayudaba a soportar las largas esperas y a aguantar la sombra de los ojeadores que siempre estaban al acecho. Detrás de un pescador siempre había alguien mirando, dispuesto a soltar aquella frase tan utilizada que decía: “Qué, maestro, ¿pican?” y a dejar caer algún consejo. Solía ocurrir que el que miraba sabía más de cañas y anzuelos que el que estaba pescando, o eso al menos es lo que se desprendía de sus comentarios.


Los días de fiesta, el puerto se transformaba en una pasarela, perdía parte de la intimidad de los días de diario, y se llenaba de domingo. Era el día de los soldados, que bajaban del campamento sedientos de libertad y no encontraban un sitio mejor para cargar las pilas que mirando el mar, después de una semana de encierro.


Los soldados también se entretenían mirando a los pescadores y a los barcos atracados en el muelle, pero con lo que más disfrutaban era mirando a las muchachas y acercándose a ellas. No era fácil, para las adolescentes de antes, romper la barrera familiar que las mantenía alejadas de los militares. 


A la mayoría de las madres no le gustaba que sus hijas ‘tontearan’ con un soldado. Se decía de ellos que no eran de fiar, que buscaban a las jóvenes para pasar el rato, y que después, si te he visto no me acuerdo, que ellos terminaban la mili y se iban, y ellas se quedaban aquí, medio señaladas.


Por las tardes, cuando el puerto se iba quedando vacío, los niños íbamos en busca del soldado y de su novia que se perdían por el dique de levante buscando la intimidad de las rocas.


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