La presencia de un coche de caballos era un acontecimiento festivo para los niños, que dejábamos el juego que tuviéramos entre las manos y echábamos a correr para subirnos detrás como auténticos polizones. Si el auriga nos descubría no dudaba en sacar la fusta para espantarnos como si fuéramos moscas.
Los coches de caballos pasaban lentos y venían acompañados de su propia banda sonora: el tintineo de las campanillas de los caballos, el crujido de las ruedas sobre los adoquines, el silbido del látigo sobre el lomo perezoso del animal y aquellas interjecciones cotidianas del “arre” y el “so”, que pronunciaban los cocheros en una especie de lenguaje universal que entendían hasta los caballos.
Muchos de nosotros vivimos aquella época en la que los cocheros sobrevivían en un tiempo que nos les pertenecía. Venían de haber reinado en la posguerra, cuando los taxis se podían contar con los dedos de las manos y cuando la escasez de combustible los convertía en el mejor medio de transporte público para transitar por las calles de la ciudad. Muchas familias de la clase media y alta de Almería tenían su cochero de cabecera, con el que estaban unidos por un contrato sentimental basado en la tradición y en la confianza.
Cuando alguien necesitaba ir en busca de un médico con urgencia cogía un coche de caballos y hasta las juergas nocturnas que se perdían en los reservados de la Venta Eritaña pasaban por los asientos de los coches de caballos. Solo con los testimonios de los cocheros se hubiera podido construir la historia de la ciudad en aquellos años y se hubieran podido destruir un buen número de matrimonios. Pero los cocheros tenían un precepto inviolable: oír, ver y callar, y cuando se subían al pescante se transformaban en auténticas estatuas de mármol.
En los años sesenta empezó el declive del oficio ante el empuje de los coches de motor. Las familias fueron prosperando y los vehículos se fueron imponiendo, entre ellos los taxis, que se convirtieron en la principal competencia de los cocheros tradicionales. Aquella imagen antigua de los coches de caballos aparcados en las paradas, remolones y soñolientos, fue desapareciendo de nuestras calles y en su lugar florecieron las paradas de taxis con la modernidad del teléfono al que podías llamar para solicitar un servicio inmediatamente. Al coche de caballos había que ir a buscarlo, mientras que el taxi se plantaba en tu puerta en cinco minutos.
Los cocheros pasaron de ser imprescindibles a convertirse en un problema. Ralentizaban el tráfico en el centro de la ciudad, provocando las quejas de los automovilistas, y contribuían a que las calles parecieran siempre sucias, con ese rastro de boñigas y de malos olores que iban dejando y ese ejército de moscas que solía acompañar el trote de los animales.
A finales de los años sesenta cocheros y taxistas se soportaban a la fuerza, conscientes de que eran incompatibles.
A los niños nos gustaba mucho ir a la parada que había en la calle Obispo Orberá y encontrarnos con aquella estampa sacada de otro tiempo en la que los cocheros sobrevivían junto a la acera, acorralados por el tráfico incesante y por el tamaño de los autobuses que pasaban constantemente por la avenida. Cruzaban los coches dejando una estela de ruido y de humo en el aire, mientras los cocheros daban de comer a los caballos con aquellos morrales repletos de algarrobas que parecían reliquias. La modernidad y la tradición se cruzaban en la calle Obispo Orberá, uno de los últimos reductos de los cocheros almerienses, que estaban ya al borde de la desaparición.
A medida que la ciudad iba creciendo se hacían más molestos, acorralados no solo por los coches de motor, sino también por las propias leyes.
En las noches de verano en las que se organizaban los festivales en la Alcazaba, los cocheros tenían prohibido el acceso por el nuevo camino que subía directamente al tercer recinto, que solo estaba permitido para los taxis. Perdidos entre el ruido de los motores y agobiados por las exigencias municipales, el oficio de cochero se fue extinguiendo hasta que el gremio desapareció. En los años setenta cuando veíamos aparecer un coche de caballos, lo festejábamos como si fuera el último.
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