La calle de Antonio Vico tenía dos corazones y dos patrias. Un corazón latía al mismo ritmo en el que corría la vida en la Puerta de Purchena y en la Plaza del Carmen, que estaban a un paso, y el otro era una prolongación de ese ambiente arrabalero que alcanzaba su cumbre en el barrio de San Cristóbal.
El primer tramo de la calle estaba más cerca del centro de la ciudad que del arrabal del cerro. Uno tenía la impresión de que al llegar a la esquina de la calle Navarro Darax, la calle de Antonio Vico cambiaba de rumbo, cambiaba de aspecto y cambiaba de época. Había una sensación de tiempo detenido a medida que uno ascendía la calle, como si nada hubiera cambiado en un siglo, hasta los vecinos y sus formas de entender la vida parecían los mismos.
La primera señal de modernidad que se vio en ese último tramo de la calle fue cuando Juanico el del palo puso en la fachada de su tienda el letrero de Spar. Era indudable: estaban llegando los nuevos tiempos.
Eran los años sesenta y mientras que la ciudad empezaba a perder sus señas de identidad y el negocio de las nuevas construcciones no dejaba un barrio vivo, la calle de Antonio Vico seguía siendo la cuesta principal que subía a los pies del Corazón de Jesús, el camino por el que pasaba el vía crucis del Cristo de la Pobreza con su ejército de mujeres enlutadas, la vía de peregrinación que seguían nuestras madres cuando tenían que cumplir una promesa, la viaja calle de tierra por donde el agua bajaba como un torrente, cargada de piedras y barro, cada vez que se desataba una tormenta.
Para los niños de entonces, ese tramo alto de la calle Antonio Vico representaba también la aventura en su estado primitivo, la puerta de entrada a un escenario que conservaba todas sus señas de identidad y donde los niños como nosotros tenían la libertad que otros habíamos perdido en nuestros barrios ‘más civilizados’. Los niños de la calle Antonio Vico estaban perfectamente integrados en ese entorno de cuestas y callejones, y subían por las piedras como cabras montesas y sabían cortar los chumbos de las pencas y pelarlos sin clavarse una sola espina.
Es verdad que la vida era más pobre, que la luz se iba con frecuencia, que en los veranos se cortaba el agua cuando más falta hacía, que casi nadie tenía frigorífico ni televisor en ese tramo final de la calle, pero todas esas carencias se compensaban con la proximidad de la gente, con la conciencia de vecindad que existía, con esa forma de entender la vida que se resumía en los trancos y en las puertas de las casas.
Eran buenos tiempos para la calle, que hace sesenta años llegó a tener cerca de doscientos vecinos empadronados. Tenía dos sastres: Juan Barón y Ángel Suaneg; un practicante: José Mellado; una saga de cocineros: los Capilla y hasta un guardia civil: Pedro Vence, que formaban parte de esa clase media que estaba en plena eclosión hasta en la humilde calle de Antonio Vico.
Aquel lugar tenía una belleza antigua que impregnaba el ambiente, con sus casas de planta baja que las familias blanqueaban y pintaban todos los años cuando llegaba el mes de mayo, con la vieja muralla de la ciudad que se iba desmoronando sobre el cerro como un animal herido, con su ejército de niños que aprovechaban el suelo de tierra para hacer los hoyos de las canicas y para bailar los trompos con delicadeza.
En las tardes de mayo, cuando con mi madre bajaba de rezarle al Santo y encaraba la cuesta de regreso, tenía la sensación de que estaba cruzando una pasarela y que toda aquella gente que estaba sentada en las puertas contándose la vida nos miraba como si fuéramos extranjeros.
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