El verano no era igual para todos

Eduardo de Vicente
07:00 • 06 jul. 2021

El verano era un tiempo de revoluciones. Nos desorganizaba, nos sacaba de la rutina de los horarios medidos del colegio, de la maldita tarea de las tardes, de los madrugones y de los ratos de estudio. 



El verano nos liberaba de lo que habíamos sido durante el curso y se nos colaba hasta el alma removiéndonos todos nuestros cajones interiores.



Cada verano volvíamos a recuperar el niño que llevábamos dentro, ese niño en estado puro del que nos iban alejando las obligaciones. Sin colegio, perdíamos la noción del tiempo y corríamos por la calle descamisados y medio descalzos como niños primitivos. 



Cada verano nos parecía infinito cuando el último día de clase llegábamos a nuestras casas y tirábamos la cartera en un rincón. Dos meses era  era media vida entonces. Dos meses que nos cambiaban como no lo conseguían los inviernos, dos meses en los que dábamos un estirón mientras vivíamos experiencias inolvidables. Qué poco importaba entonces el calendario. Vivíamos ajenos a los días que pasaban, a lomos de un domingo interminable. 






Pero aquellos veranos que ahora recordamos como los días más felices de nuestras vidas, no eran lo mismo para todos. Había un verano idílico para los que sacaban el curso y un verano de libros y de reproches para los que suspendían.



El verano del aprobado era un paraíso. Volvíamos a la casa con el boletín de las notas en la mano, orgullosos de las calificaciones aunque solo hubiéramos alcanzado el ‘5’. No solo aprobábamos los niños, en cierto modo en ese boletín iba también el aprobado de nuestros padres, que tanto se esforzaron para que tuviéramos los estudios que ellos no habían podido tener. Nuestro aprobado era un éxito familiar que nuestras madres se encargaban de pregonar por el barrio como si en vez de pasar de curso en el colegio hubiéramos acabado la carrera de Medicina. El aprobado a final de curso era un salvoconducto que nos abría las puertas del verano de par en par y nos permitía poder disfrutar del más valioso regalo al que aspirábamos casi todos los niños entonces: la libertad de la calle.



Los veranos nos ofrecían también la posibilidad de conocer mundo, sobre todo si te apuntabas en uno de aquellos campamentos que organizaban los de la OJE o en los ‘ Boy Scout’, que tenían menos tufillo político. Ver mundo era irse una semana a la mítica sierra de Castala o al campamento Juan de Austria de Aguadulce. Eran solo siete días, pero cuando regresabas a tu casa llegabas con mejor cara y más fortalecido, como si hubieras estado dos años fuera y nuestras madres nos repetían aquella frase de “allí te han enseñado a comer”.


En el otro lado de la balanza estaban los suspensos, donde también había diferencias. No era lo mismo el verano del que había suspendido hasta la gimnasia que el verano del que se había atrancado en un par de asignaturas. Unos y otros acababan transitando por un verano prisionero bajo la vigilancia de los padres y a veces bajo el yugo de las clases particulares que eran el mayor tormento al que un niño podía enfrentarse a lo largo de un verano. 


No existía una expresión más objetiva del sufrimiento que la cara de uno de aquellos niños ‘cateados’ cuando iban camino de la academia con el libro debajo del brazo mientras sus amigos corrían detrás de la pelota en medio de la calle.


Más duros aún eran los veranos de los muchachos que eran enviados a Campillos, a ese temido centro educativo de la provincia de Málaga donde las familias pudientes de Almería mandaban a sus hijos para intentar recuperar un año nefasto.  Ir a Campillos era como cumplir una pena disciplinaria, como si a uno lo enviaran al servicio militar antes de tiempo y con el consentimiento de su familia.


A Campillos iban los estudiantes que se atrancaban, los que empezaban a perder el tren de los estudios, los que necesitaban más disciplina para salir adelante, aquellos a los que era conveniente apartar de las malas compañías. Pasar un verano en Campillos era como si te robaran un verano en tu calendario y aquella dura experiencia te dejaba una profunda herida en el alma. 


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