Lo que más nos dolía es que nuestras madres nos echaran en cara que no hacíamos nada, que nos pasábamos todo el día tirados en la calle. Nos dolía porque era verdad y porque para muchos de nosotros estar tirados en la calle era una vocación, el escenario más cercano a ese paraíso que tantas veces rozábamos a lo largo de la infancia.
No era una exageración ni una metáfora. Había momentos en los que llegábamos a estar tirados de verdad, boca arriba, con la mirada perdida en el cielo, mientras recuperábamos las fuerzas después de un juego agotador. En verano era un auténtico placer tumbarse sobre un tranco buscando el frescor del mármol sobre nuestro cuerpo sudoroso. Sentíamos el latido del corazón, como si tuviéramos un tambor en el pecho, mientras poco a poco íbamos recuperando la respiración.
El futuro no formaba parte de nuestro calendario, ni tan siquiera ese futuro inmediato que nos esperaba cuando llegáramos a nuestras casas con la ropas sucias después de haber estado tirados en el suelo y con la caras llenas de churretes.
La calle nos envolvía en una realidad que no tenía nada que ver con la que después nos encontrábamos en nuestras casas. En la calle lo olvidábamos todo y en las casas nuestras madres se encargaban de recordarnos esa lista de obligaciones incumplidas que siempre estaban pendientes. Llegábamos rotos y sucios y ellas nos recibían con aquella frase que nos recordaba que “parecíamos zeomos”, lo que los niños traducíamos como que veníamos hechos una mierda. “Mira cómo te fuiste y mira como vienes”, nos decían, a la vez que nos invitaban a mirarnos en el maldito espejo que en aquellos momentos se convertía en nuestro más temido delator.
Delante del espejo no teníamos salvación. A veces veníamos con la cara tan sucia y con el cabello tan revolucionado que teníamos que mirarnos dos veces para reconocer aquel rostro que nos parecía forastero. No teníamos remedio, éramos una fábrica de churretes, unos robinsones de buena familia que no sabíamos apreciar el esfuerzo de nuestros padres para que siempre “fuéramos curiosos”.
Las manchas habitaban dentro de nosotros, como si formaran parte de nuestra indumentaria sentimental. Nos manchábamos jugando y nos manchábamos con la merienda, sobre todo si tocaba pan y chocolate o un bocadillo de sobrasada.
La mancha de chocolate nos dibujaba un bigote prematuro sobre el labio inferior que a veces nos delataba si la causa había sido una de aquellas chocolatinas de dos pesetas que habíamos comprado sin permiso metiendo la mano a escondidas en el bolso materno. Por mucho que insistiera nuestro cura de cabecera en que no cogiéramos lo que no era nuestro, había momentos en que no podíamos evitar la tentación de profanar el bolso aunque solo fuera para obtener el exiguo botín de una peseta. Eran solo diez céntimos, dos monedas de dos reales, suficientes para un chicle o un par de caramelos. Dios no nos iba a condenar por un pecado tan barato.
Nos manchábamos a discreción, sin tener en cuenta la bronca que nos esperaba después y ese fatal desenlace que para muchos de nosotros suponía tener que pasar por el barreño del patio.
La verdad es que lavarnos no nos lavábamos mucho. Lo principal era llevar las manos limpias y las uñas curiosas para que no nos llamara la atención el maestro. En mi casa, como la ducha llegó mucho más tarde, cuando rozábamos ya la adolescencia, el baño pasaba por el barreño y los cazos de agua que se calentaban en la lumbre. Recuerdo que en más de una ocasión mi madre tuvo que echar mano de la pastilla de jabón Lagarto y del detergente Gior para doblegar las manchas que se habían hecho costras en las rodillas.
Los fines de semana tocaba una revisión más profunda y a nuestro pesar nos lavaban también los pies y nos lavaban la cabeza con una meticulosidad de cirujano. Tal vez ese regusto amargo que me dejaban los domingos estaban relacionados con el aseo general, con ese mal rato de pasar por el barreño y de que el maldito champú te cegara los ojos. Una vez limpios del todo y con la ropa también inmaculada, ya estábamos condenados a no sentarnos en cualquier sitio, a no tocar una pelota, a no coger cosas del suelo, a convertirnos en maniquís que atravesábamos los domingos envueltos en una piel en la que nos sentíamos extraños.
El lunes nos devolvía a la realidad, sobre todo cuando volvíamos del colegio, nos quitábamos la ropa limpia y nos colocábamos la de faena para poder volver a la calle, para regresar a lo que realmente éramos, unos ‘eccehomos’ que no teníamos más ilusión que vivir tirados en la calle.
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