Cuando veníamos por la calle de San Antón desde la Plaza de Pavía, de regreso al centro, sentíamos el peso de la ciudad antigua, como una fuerza que iba descendiendo desde los muros de la Alcazaba. Desde una punta a otra de la calle nunca perdías de vista la gran fortaleza, cuya presencia constante le daba sentido a toda aquella manzana.
Al llegar a la calle de San Antón, Almería nos parecía más antigua, como si de pronto volviéramos treinta años atrás. Se resistía a crecer hacia arriba y conservaba todo su entramado de casas y ‘terraos’, de fachadas blancas, de puertas abiertas y ventanas con macetas, de vecinos que lo compartían todo, de niños que parecían gatos cuando se ponían a escalar por las rocas de la Alcazaba.
Al norte te encontrabas con la muralla y al sur con la tapia que recorría la calle limitando los terrenos del cuartel de la Misericordia, donde aún se mantenía en pie una de las garitas donde por las noches los soldados montaban la guardia.
En la acera de frente, medio escondida, aparecía la ermita de San Antón, ya recuperada después de pasar un largo periodo de abandono tras ser destrozada en los días de la guerra civil. Después fue utilizada como carbonería, hasta que en 1943, con la llegada de don Enrique Delgado y Gómez, primer obispo que tuvo la ciudad después de la guerra, se empezó a fraguar un proyecto serio de rehabilitación.
Los años de abandono de la ermita coincidieron con los de mayor vida en el pequeño barrio a los pies de La Alcazaba. Estaba formado por la Plaza de San Antón, donde en la posguerra vivían catorce personas; el patio de San Antón, cuatro casas que alojaban a veinte almas; y la amplia calle de San Antón, que llegaba hasta la misma Plaza de Pavía, en aquellos tiempos una auténtica avenida con una población que superaba el centenar de vecinos. La mayoría, formaban familias muy humildes de jornaleros y pescadores, llenas de hijos y sin más expectativas que poder comer a diario.
En ‘San Antón’, como en todos los barrios pobres, las tiendas fueron durante la posguerra los auténticos templos por donde pasaban las esperanzas de supervivencia de la gente. Cuánto hay que agradecerle a tantos tenderos generosos que vendían fiao y hacían posible que en muchas casas se pudiera cenar todas las noches.
Fue muy querido el comercio de don Obdulio Méndez, la verdulería de Manuel Marín y la tienda de quincalla de doña Anita Cruz, donde la gente compraba una perra gorda de albayalde para devolverle el color blanco a las zapatillas.
El barrio de San Antón tuvo su bar, el de Barranquete; su peluquería, la de Enrique Mesas, y vecinos ilustres como María Arqueros, almendrera de profesión, Antonio Cruz Delgado, maestro de escuela, Manuel Muñoz Porras, músico vocacional, Luis Guillén, maestro confitero, o Enrique Ramírez Padilla, que pertenecía al noble cuerpo de la guardia de asalto.
La calle de San Antón tenía las aceras tan desgastadas que se confundían con el pavimento de tierra que la cubría. Antes de que llegara el alcantarillado y el asfalto, los niños jugaban al fútbol sin descanso, creando una nube de polvo y tierra que solo se aliviaba con la actuación del camión de la regadora, que solía pasar a diario en las tardes de verano.
Por primavera, cuando las familias blanqueaban las fachadas de las casas, el barrio parecía una postal moruna con la Alcazaba como telón de fondo. Si mirabas hacia levante distinguías con claridad la torre del campanario de la Catedral y si dirigías la vista a poniente, el horizonte lo marcaban las cuevas más altas del cerro de las Palomas.
Fue a comienzos de los años setenta cuando la calle de San Antón empezó a declinar. El primer edificio moderno trajo el progreso de las viviendas con cuarto de baño completo, pero se llevó por delante la esencia del barrio. Después se desató la fiebre del ladrillo y el que tenía una casa de planta baja soñaba con venderla a un promotor generoso para que levantara un gigante sobre su solar. En apenas una década la calle de San Antón cambió de fisonomía hasta hacerse irreconocible.
Hoy, cuando vuelves al centro desde la Plaza de Pavía, tienes que buscar el hueco de una travesía para poder ver la Alcazaba y en lugar de los niños que antes jugaban en las aceras, hoy solo te encuentras con coches.
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