Los ‘artistas’ que hacían la limpieza

Los barrenderos con sus escobas de palma, su carro de lata y su regadora manual

Era una limpieza artesana, con escasos recursos mecánicos. Barrenderos quitando las boñigas de los caballos de la Guardia Civil en el Paseo en 1963.
Era una limpieza artesana, con escasos recursos mecánicos. Barrenderos quitando las boñigas de los caballos de la Guardia Civil en el Paseo en 1963.
Eduardo de Vicente
00:40 • 03 ago. 2021 / actualizado a las 07:00 • 03 ago. 2021

Parecían militares derrotados recién llegados de alguna guerra. Qué mal le sentaba aquel uniforme al gremio de barrenderos. La gorra de plato les daba ese matiz castrense como de sargentos chusqueros, que se iba perdiendo en la guerrera y desaparecía totalmente cuando se llegaba al pantalón. Viendo de lejos a un barrendero uno no sabía bien si se trataba de un guardia municipal desaliñado, de un cartero descompuesto o  de un militar recién salido del calabozo.



Los barrenderos de mi infancia eran artesanos del oficio. La tecnología que utilizaban no pasaba más allá de la escoba de palma, del carrillo de lata y la regadora manual con la que iban aplacando el polvo de las calles de tierra. 



Eran los encargados de abrir las calles antes de que amaneciera. Cuando medio dormido escuchaba desde mi cama el sonido de la escoba sobre el asfalto, ya sabía, sin necesidad de mirar el reloj, que eran las seis de la mañana, y en ese instante me invadía una sensación de felicidad porque todavía me quedaban dos horas de descanso antes de que sonara el despertador. Los barrenderos estaban organizados y tenían su sueldo mensual que les pagaba el ayuntamiento. Más precaria era la situación de los basureros antes de que se organizaran como gremio. Eran trabajadores por cuenta propia, que iban casa por casa recogiendo la basura de los patios. Entraban en los hogares como si fueran uno más de la familia, recogían los desperdicios con una espuerta de goma que luego volcaban sobre una montaña de basura que se iba acumulando en el carro.



Formaban parte de la Almería de los años sesenta, de aquella ciudad que empezaba a crecer imparable y que quería ser más limpia, más grande y más atractiva para que nos visitaran los turistas. Es verdad que aquí pasaba el sol el invierno, que era nuestro invitado perpetuo, es verdad que nuestras playas eran vírgenes y que aquí nunca pasaba nada y se podía vivir como en un pueblo, pero también era cierto que teníamos una ciudad sucia que olía al humo de la fábrica de papel y al polvillo del mineral que dejaban los trenes. Aquella Almería seguía arrastrando graves carencias como el alcantarillado, que estaba todavía por llegar a los barrios, y el de la limpieza y la recogida de basuras. Cuando llovía con fuerza el agua se estancaba y en algunas calles los vecinos tenían que poner maderas en los trancos para que el agua no se les colara dentro de las viviendas. 



El problema de la limpieza es que aún arrastrábamos los métodos del siglo anterior.  En 1967, el entonces alcalde, Guillermo Verdejo Vivas, mandó que fueran los funcionarios municipales los que se encargaran de la recogida de la basura e hizo un llamamiento a la población para que empleara cubos de basura que debían de depositar en los portales de las viviendas. A pesar de los intentos del alcalde de cambiar el viejo sistema de recogida, los basureros antiguos con sus carros de mulas siguieron visitando las casas y ejerciendo su oficio, hasta que un año después, en enero de 1968, el señor Verdejo ordenó que quedara totalmente prohibida la recogida privada ajena a los servicios municipales, no permitiendo la circulación de los carros por tracción animal, considerados como “antiestéticos, antihigiénicos y vergüenza de toda comunidad bien organizada”. A partir de ese momento se empezaron a ver en Almería, colocadas en las puertas de las casas, las primeras bolsas de basura que acabarían imponiéndose. 



Para garantizar un sistema de recogida más higiénico, en una primera fase se adquirió una flota compuesta de tres vehículos furgones cerrados de recogida de basura domiciliaria, cuatro vehículos volquetes para la recogida en la vía pública y tres auto-cubas, las populares regadoras, para el riego de las calles. 



A los niños nos gustaba mucho la regadora porque refrescaba nuestras calles y porque su llegada era un motivo de fiesta. Cuando escuchábamos a lo lejos el sonido inconfundible del motor, echábamos a correr a su encuentro y nuestra diversión consistía en que el chófer le diera más fuerza a los chorros para que también nos mojara a nosotros. Los más valientes no se conformaban con mojarse, sino que se enganchaban en la parte de atrás y se montaban a escondidas para que el camión los paseara como héroes de calle en calle.





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