El cuerpo de élite de la selva callejera

Los niños de los barrios pobres eran catedráticos en guerrillas y expertos en hacer marrullería

Un niño gitano del Barrio Alto, jugando con una caja de madera en la cabeza en el Preventorio abandonado.
Un niño gitano del Barrio Alto, jugando con una caja de madera en la cabeza en el Preventorio abandonado.
Eduardo de Vicente
23:21 • 03 ago. 2021 / actualizado a las 07:00 • 04 ago. 2021

Los niños del centro de la ciudad o de los barrios próximos presumíamos de callejeros, pero estábamos a años de luz de los niños de la Chanca o los del Barrio Alto



Los niños de los arrabales tenían la ventaja, o al menos eso nos parecía a nosotros, de que se pasaban los días y parte de las noches callejeando, como polizones de la vida, dueños de sus pasos, como auténticos catedráticos del vagabundeo, doctorados en guerrillas y en el noble arte de echar el humo por la nariz. 



Unos y otros formábamos parte de las calles y estábamos tan ligados a ellas como una piedra, como un charco, como el barro en los días de lluvia. Los niños éramos un trozo más de nuestra calle y para muchos de nosotros no había una alegría más grande que tener el permiso de nuestras madres para echar a volar fuera de las casas. 



Aunque antes de salir solían advertirnos sobre los peligros de las malas compañías, una vez que estábamos en nuestro territorio, una vez que nos sentíamos libres sin la vigilancia familiar, los consejos que traíamos de nuestras casas los guardábamos en los bolsillos y nos olvidábamos de ellos. 



La calle nos igualaba, nos obligaba a desprendernos de los prejuicios de los adultos y nos colocaba a todos los niños en un mismo nivel. El más alto, el más fuerte, podía ser derrotado por el más pequeño o por el más débil cuando se trataba de jugar al fútbol o de echar a correr. El más guapo, el de mejor familia, el que conducía la mejor bicicleta y llevaba el mejor calzado, el que sacaba las mejores notas en el colegio, no tenía ninguna ventaja con el más pobre cuando se mezclaban en medio de la calle, aunque éste jugara descalzo. En la calle no teníamos memoria ni pasado y cuando nos poníamos a jugar con los otros niños todo lo que habíamos dejado atrás perdía su valor. Era como si la vida empezara de nuevo cada vez que nos plantábamos en medio de una plazoleta con esa sensación de libertad plena que solo se entiende en la infancia.



En la calle aprendimos de forma espontánea las primeras lecciones de solidaridad y supimos lo que quería decir la palabra compañerismo. En la calle entendimos el valor del grupo y la fuerza de estar unidos. En la calle supimos encajar las primeras derrotas y en la calle nos empapamos de todo lo prohibido. En la calle nos enseñamos a recitar todo el reportorio de palabrotas que formaban parte del lenguaje callejero y a saltarnos las normas sociales que tanto nos repetían los maestros en la escuela. Allí, en la calle, aprendimos que a las madres nunca debíamos contarles la verdad, que siempre había que tener algún argumento convincente a mano para que cuando llegáramos a la casa con la cara magullada y las rodillas rotas no nos dejaran castigados o para salir airosos del enredo cuando una vecina se presentara en nuestra puerta contando alguna travesura que acabábamos de perpetrar. 



En la calle aprendimos a  esquivar nuestra responsabilidad y a echarles las culpas a los demás. El “yo no he sido” formaba parte de nuestro vocabulario diario y cuando cometíamos alguna fechoría salíamos del entuerto echándole el muerto a otro. En mi calle teníamos la costumbre de recurrir a los gitanillos cuando nos saltábamos la ley. Si les quitábamos la pelota a los niños de otra calle mientras estaban distraídos, nos escabullíamos diciendo que no sabíamos nada de aquel suceso y que seguramente, el que se había llevado la pelota era un gitanillo que había pasado por allí. Si nos entreteníamos rompiendo la bombilla de una esquina, cuando las vecinas salían alarmadas por la explosión, nosotros, con cara de niños asustados, les  contábamos que había sido un gitanillo con una piedra. En Navidad, cuando colocábamos petardos en los portales, nos librábamos del castigo señalando con el dedo a un gitanillo que había salido corriendo.



Siempre les echábamos las culpas a los pobres gitanillos que como tenían tanta fama de callejeros y de traviesos estaban bajo sospecha constantemente. En mi calle teníamos contacto diario con los gitanillos que bajaban del Cerro de San Cristóbal, que estaban perfectamente integrados en el entorno de la Plaza Vieja, pero solíamos evitar a los gitanillos que venían de los cerros de la Chanca.


Los evitábamos porque por su condición de niños silvestres jugaban mejor al fútbol que nosotros y siempre nos ganaban. Los evitábamos porque cuando jugábamos a los trompos parecíamos torpes a su lado y porque era imposible correr más que ellos y subirse por los árboles del Parque y por las grúas del puerto con más valentía que ellos. Nosotros, que presumíamos de callejeros, sufríamos un golpe en nuestra autoestima cuando nos mezclábamos con los gitanillos que venían de la Chanca, un auténtico cuerpo de élite de la selva callejera. 



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