El luto era una forma de decirle a los demás que había habido una muerte en la familia y una manera de mostrarle el respeto debido al fallecido.
Había un luto individual que cada uno iba interiorizando en su consciencia y que solo le pertenecía a la persona afectada. Recuerdo cuando murió mi abuela, que mi madre estuvo durante varias semanas encendiéndole velas todas las noches y rezando en silencio por su alma mientras los niños nos evadíamos en nuestros juegos. De alguna manera, era una forma de desahogo que ella utilizaba para digerir tan importante pérdida.
En mi barrio había una anciana que, según contaba la rumorología popular, tenía el don de comunicarse con el más allá. Era costumbre entonces, sobre todo entre las mujeres, recurrir a sus servicios para intentar saber algo del ser querido que había traspasado la frontera hacia la otra vida.
Las comunicaciones se realizaban siempre de noche, en un cuarto muy oscuro donde no había otra luz que la de dos velas moribundas que reposaban sobre dos candelabros viejos colocados sobre una mesa de camilla. Anita, que así se llamaba la visionaria, exigía silencio a los convocados y a cambio de unas cuantas monedas los ponía en comunicación directa con la gloria.
El éxito de la operación dependía directamente de la cantidad de vino o de anís seco que la pitonisa llevara en el cuerpo. Si la jornada había sido fructífera y había tenido dinero suficiente para llenar la botella un par de veces, esa noche la clienta podía hablar con el familiar fallecido como si lo tuviera delante, con menos interferencias de las que sufríamos cuando poníamos una conferencia a Granada. Si la bruja estaba entonada, rizaba el rizo hablando con los difuntos que hiciera falta.
Había un luto familiar, que empezaba en el tranco de la casa y se extendía por todas las habitaciones creando un clima de dolor que se hacía insoportable para los niños. El luto de las casas empezaba apagando el aparato de radio que presidía el mejor mueble del comedor o desconectando la televisión al menos durante un día. Cuando las normas se relajaban, nos dejaban poner la tele para ver los dibujos animados, con la condición de que el volumen estuviera muy bajo. Entonces pesaba mucho la opinión de los demás y estaba mal visto que en pleno duelo una familia escuchara música o se conectara al televisor.
El luto familiar pasaba también por las visitas de las personas allegadas que en los días siguientes al fallecimiento aparecían para dar el pésame. Esa tarde se preparaba café caliente y se compraban unas pastas para que la pena no te dejara un nudo en la garganta. En aquellas reuniones se empezaba hablando de las virtudes del difunto y se acababa dándole un repaso a las noticias del barrio, desde el joven que había encontrado su primera colocación hasta la muchacha que se había ido con el novio sin estar casada, lo que constituía un escándalo de infinitas proporciones.
Había también un luto exterior, el que se expresaba en la calle, que en muchos casos solía ser más riguroso que el luto casero. El luto de puertas afuera era innegociable y a veces tan estricto que no permitía ninguna relajación. Las mujeres solían ser más severas para vestirse de negro desde la cabeza hasta los pies y aunque fuera primavera y empezaran a sentirse los primeros calores, se embutían en aquellas medias negras que se convertían en la más fiel expresión del dolor que llevaban por dentro.
El luto era una manera de contarle a los demás que había habido un muerto en tu familia; muchas veces nos enterábamos de la triste noticia cuando en una mañana de domingo nos cruzábamos por el puerto con una vecina enlutada. Recuerdo aquellas largas mañanas de domingo cuando las familias de Almería nos cruzábamos varias veces por el muelle y por el Parque: el padre, la madre, el abuelo, la abuela y los niños abriendo la comitiva.
Las familias unidas paseaban unidas hasta que un día dejábamos de ver al abuelo o a la abuela y por el luto de alguno de sus miembros comprendíamos enseguida que la muerte había tocado a su puerta.
Había un luto infantil, que no necesitaba de ninguna indumentaria ni del llanto, era el luto que sentíamos los niños la mañana en la que al volver del colegio nos encontrábamos con que la butaca de la abuela o el sillón del abuelo se habían quedado vacíos.
La muerte de un familiar cercano nos dejaba un vacío interior que no sabíamos expresar y una tristeza pesada se instalaba en la casa, ocupando hasta el último mueble del rincón más olvidado. En esos momentos de profundo dolor no encontrábamos otra salida que irnos a la calle y refugiarnos en los amigos, en la complicidad de la pelota, o en los ojos de la niña a la que amábamos en silencio.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/12/almeria/220011/el-luto-en-los-paseos-dominicales