La azarosa vida de Luisa Vicente

Era hija de un minero y dedicó su vida a traer niños al mundo desde su puesto de comadrona

Luisa Flores Vicente es la mujer de la parte izquierda de la fotografía. El médico de los zapatos blancos es Eduardo Pérez Cano, jefe del servicio.
Luisa Flores Vicente es la mujer de la parte izquierda de la fotografía. El médico de los zapatos blancos es Eduardo Pérez Cano, jefe del servicio.
Eduardo de Vicente
21:55 • 11 ago. 2021 / actualizado a las 07:00 • 12 ago. 2021

Pasó su infancia de pueblo en pueblo, sin rumbo fijo. Pasó por Cuevas, Mojácar y Bédar, siempre siguiendo los pasos de su padre, que era capataz de minas. Allí donde lo enviaran tenía que ir la familia, con la casa a cuestas, sin poder echar raíces en ningún lugar.



La niñez de Luisa Flores Vicente, como toda su existencia, estuvo salpicada de grandes tragedias que fueron marcando su carácter y forjando un espíritu de lucha y supervivencia que le permitió salir adelante en las situaciones más comprometidas. Tenía seis años cuando un accidente estuvo a punto de costarle la vida. Una noche, al intentar coger el quinqué de la repisa de la cocina, se echó el gas encima y salió ardiendo, sufriendo graves quemaduras en las manos y en  la cara, de las que necesitó un año para recuperarse.



En otra ocasión, estando su madre embarazada del último hijo, ésta tuvo la desgracia de enfermar con las payuelas y morir. El padre se quedó al cargo de la familia, pero un año después, contrajo la silicosis y también falleció. En 1896, con doce años recién cumplidos, Luisa Flores Vicente se quedó sin padres y en una situación económica extrema que destrozó su hogar.



La familia se repartió a los niños y Luisa se vino a Almería, a la calle de La Almedina, bajo la tutela de su tía Paca, con la que vivió los años más grises de su  larga vida. Siendo ya adolescente aprendió a atender en los partos y se hizo comadrona de vocación, aunque sin poder ejercer porque en aquellos tiempos, los primeros años del siglo pasado, las mujeres solteras no podían trabajar de matronas. 



Por mediación de una amiga que era enfermera y de uno de los médicos del Hospital, hicieron un apaño para que la joven Luisa se casara con un veterano practicante del centro que se había quedado viudo. El matrimonio le permitió cumplir sus dos grandes sueños: tener un hijo y entrar en la plantilla de comadronas del Hospital Provincial, donde estuvo durante medio siglo, hasta el día de su jubilación.



Luisa Flores, que enviudó a los  pocos años de casarse, llegó a ser una de las comadronas más prestigiosas de la ciudad. En los años veinte y treinta no paraba de trabajar. Atendía los partos en la sala de tocoginecología y además asistía a las embarazadas de forma particular. Tenía diez familias fijas, entre ellas, la del general Andrés Saliquet Zumeta, que vivía en Fiñana. Cada vez que su mujer iba a dar a luz, mandaba un coche a la casa de doña Luisa para recogerla, y se podía pasar varias  semanas fuera mientras llegaba la hora del parto.



No era un oficio fácil en aquellos tiempos. Las comadronas tenían que desdoblarse y en muchas ocasiones asumir las responsabilidades de un médico cuando éste no llegaba a tiempo. La mortalidad estaba a la orden del día, no solo la de los recién nacidos que no lograban sobrevivir a las primeras horas del parto, sino también la mortalidad de las madres que morían víctimas de alguna complicación.



La guerra civil le destrozó la vida, ya que fue expulsada del Hospital por su conocida vida religiosa; Luisa era Terciaria Dominica y estuvo acusada de beata y de haber escondido a varios frailes en su casa en los días de mayor persecución, acusación basada en hechos reales. Más de una vez, fueron a buscarla durante la madrugada para detenerla, salvándose siempre por la intervención del vecino del piso de arriba que era un conocido militante republicano que supo proteger a las mujer en las situaciones más delicadas.


A pesar de quedarse sin plaza en el Hospital, ella siguió trabajando de casa en casa y ni en los días más negros de la guerra llegó a faltarle el trabajo. Un día fue requerida por un miembro importante del comité revolucionario de Almería, que tenía a su esposa a punto de dar a luz en un parto que se presentaba muy complicado. Fueron a llamarla de noche, cuando dormía; la comadrona se  colocó el mantón y se fue con el cliente a su casa recorriendo a escondidas las calles oscuras y solitarias. 


Tras varios días de parto, consiguió traer al mundo a una niña sin que ni la madre ni la recién nacida sufrieran ningún percance. En agradecimiento, el militante rojo le dijo: “Doña Luisa, ve esta niña que acaba de nacer, pues ella la va a librar de que se vuelvan a meter con usted”


Desde entonces no volvieron a acosarla y para que su seguridad fuera completa, llevó escondido en la cintura un revólver que el militar le había dado para que lo llevara encima cuando tuviera que salir de noche por las solitarias calles de Almería.


En los últimos meses de la guerra la comadrona regresó al Hospital, pero no por asuntos de trabajo, sino por culpa del maldito tifus, que la tuvo dos meses al borde de la muerte, pero que no pudo doblegar su poderosa naturaleza.



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