En 1920 Julio Castellón Romero siguió el camino que unos años antes había tomado su abuelo y se marchó junto a su padre a hacer las Américas. El cierre de los mercados de la uva en la Primera Guerra Mundial hizo estragos en la economía de cientos de familias almerienses que vivían de la agricultura. Argentina, Brasil y Estados Unidos fueron los destinos elegidos por tantos jóvenes de la época que soñaban con encontrar un destino que les permitiera regresar con los bolsillos llenos a sus pueblos.
La familia Castellón desembarcó en Nueva York donde trabajó en un restaurante. La mayor parte de los emigrantes almerienses encontraron acomodo en Brooklyn, un barrio con un alto porcentaje de población latina que facilitaba la adaptación a los llegados de España.
Durante diez años se ganaron la vida sirviendo mesas en un restaurante de comidas rápidas donde los obreros hacían un alto de veinte minutos para tomar el almuerzo. Allí estuvieron trabajando hasta 1930, cuando tuvieron que volver, víctimas de la ola de paro que azotó a Estados Unidos debido a la depresión económica del 29.
El joven Julio Castellón regresó a su pueblo con unos duros ahorrados y sin un porvenir cierto. No imaginaba que su futuro iba a pasar por el mostrador de la vieja tienda de la plaza del pueblo, que en aquellos años regentaba la familia Márquez, y donde tantas veces él había entrado a comprar de niño, cuando le ayudaba a su madre a llevar la cesta de la compra.
Julio empezó a noviar con María, la hija del propietario, con la que contrajo matrimonio y con la que emprendió la aventura del negocio. Los comienzos fueron difíciles. Julio Castellón tuvo que marcharse al frente de Albacete al estallar la Guerra Civil, mientras que don Mariano, su suegro, fue detenido por los republicanos y conducido al barco prisión Astoy Mendi, donde estuvo cautivo hasta los últimos días de la contienda, cuando las tropas nacionales procedentes de Málaga entraron en la ciudad y liberaron a los prisioneros.
En los tres años de guerra la tienda no cerró, aunque pasó por momentos muy delicados. María Márquez luchó en solitario para mantener en pie el establecimiento hasta que su marido regresó sano y salvo del frente. Aunque escaseara el género siempre había algo que vender asomado a la estantería. Lo importante era que el negocio se mantuviera abierto.
La posguerra tampoco fue un camino de rosas y la tienda tuvo que adaptarse a las estrecheces de la época. Faltaba harina y azúcar pero el negocio siguió adelante gracias, sobre todo, al horno de leña que funcionaba de día y de noche en la trastienda. Hacían pan, tortas de manteca con chicharrones y mantecados que servían para aliviar el hambre.
En aquellos años de supervivencia, en pueblos como Alhabia funcionaba el sistema medieval del trueque. El agricultor llegaba a la tienda con una espuerta de tomates y rábanos recién cogidos o una garrafa de aceite y los cambiaba por un litro de petróleo o una docena de huevos. Así se iba aguantando, superando cada día con las necesidades mínimas cubiertas. Se sacaba lo justo para poder comer y ya era motivo suficiente para darle gracias a Dios cada noche cuando la gente se metía en la cama.
La tienda de Julio Castellón tuvo siempre vocación de centro social. Estaba situada en un punto estratégico, junto al edificio del Ayuntamiento, muy cerca de la iglesia. A lo largo del día, todos los vecinos pasaban antes o después delante de su mostrador, no sólo para comprar, sino también para echar un rato de conversación. Por allí volaban las noticias de primera mano: las novias que se iban con los novios, los nuevos embarazos, las enfermedades, los casamientos, las pequeñas rutinas que eran el pan de cada día de sus gentes.
Cuando Julio falleció fue su hija, Adela la que tomó el testigo. Reformó el local para adaptarse a los nuevos tiempos y siguió adelante con un negocio que se ha fue convirtiendo en tradición y casi en un monumento más de Alhabia, tan ligado a la vida de sus gentes como la casa consistorial o la iglesia.
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