La heladería de la calle Cordoneros

Fue la gran fábrica de helados del barrio de Pescadería, un oasis para los niños

Eduardo de Vicente
21:51 • 14 mar. 2022 / actualizado a las 21:52 • 14 mar. 2022

La heladería fue una bendición para el barrio y un soplo de aire fresco para la calle de Cordoneros, aquella cuesta empinada que subía desde la Carretera de Málaga hasta el corazón de la Chanca, abriéndose paso entre las viviendas de los pescadores y los solares del Obispado.



Eran los primeros años cincuenta y la calle era la avenida principal del barrio, atravesándolo de sur a norte  junto a la calle Valdivia, hasta el cerro de la huerta de la Salud. Eran años de mucha vida, donde hasta las cuevas más remotas estaban ocupadas. Eran años de familias numerosas, de gente de la mar que vivía al día, de callejones y plazuelas repletas de niños que soñaban con la felicidad de un humilde polo de limón. 



José Ortiz tuvo buen ojo a la hora de abrir el negocio. Iba para pintor, porque estaba bien dotado para las actividades artísticas, pero para poder sacar a su familia adelante no tuvo otro camino que hacerse empresario y montar una heladería que fue la primera que se instaló en el barrio y la única durante décadas. Su primer comercio fue una droguería hasta que la inspiración le llevó a tomar la arriesgada decisión de partir el local en dos y probar suerte con los helados, ya que en aquellos tiempos el heladero artesano más cercano era Adolfo, que quedaba muy lejos, allá por el barrio de la Almedina. 



La heladería de Pepe Ortiz compartía el escenario con la tienda de comestibles de Alfonso, santo y seña de aquellos arrabales; con la peluquería del célebre maestro Pepillo el barbero, que tenía tantos parroquianos como don Marino en la iglesia de San Roque; con la bodeguilla del atravesao, donde los hombres compartían sus historias de la mar al calor de un vasico de vino y una partida de cartas. La calle Cordoneros era también la calle de la fábrica del hielo, donde iban los tenderos de media Almería a por las barras para vender el agua fresca en verano y la calle donde estuvo la primera escuela de los Flechas Navales, donde los hijos de los pescadores aprendían a ser hombres de provecho. Era la calle de Mariquita Alberola, aquella santa que recorría andando las cuestas imposibles del cerrillo del Hambre para ponerle la inyección de penicilina a los enfermos y llevarles un soplo de esperanza.



En aquel escenario la heladería de la familia Ortiz fue un milagro, un viento nuevo, una ilusión para la chiquillería que se revolucionaba delante de la puerta atraída por ese perfume inconfundible del aroma de los helados recién hechos. Bajaban en fila desde el camino de la Campsa y el Hospicio Viejo con la moneda de dos reales en el bolsillo para permitirse ese pequeño lujo de los domingos que para muchos era un polo de naranja. Uno de los grandes placeres de tantos niños del barrio de aquella época era comerse el polo o el helado de Pepe Ortiz sentados en un tranco mientras descansaban después de una tarde intensa de juegos.



Como no tenía competencia y como en Pescadería había niños para cuatro heladerías, el éxito no tardó en llegar y la heladería fue creciendo hasta convertirse en un punto de encuentro del barrio. Todos los años, cuando se acercaba el día de San José, la familia completa retocaba el local para una nueva temporada. El día de la apertura, el 19 de marzo, estaba marcado en rojo en el calendario por dos motivos: porque era la festividad de San José en una época en la que no había una familia donde no hubiera un Pepe o una Josefa y porque comenzaba la campaña de helados en la calle de Cordoneros.



Allí trabajaba toda la familia: Pepe Ortiz, su esposa Antonia Padial y sus cuatro hijos, todos varones, que tenían que sacrificarse y estar siempre alerta para echar una mano en el mostrador o para ir a comprar la materia prima. Iban a la calle Murcia, al comercio de venta al por mayor de Antonio Hernández, que vendía los barquillos para los helados y los cortes, los palillos de los polos y los aromas que le daban sentido al género. Lo único que les venía de fuera eran las latas de turrón, que las compraban directamente de Alicante.



Por el mes de mayo la heladería alcanzaba el éxtasis total gracias a las primeras comuniones. Era un espectáculo contemplar aquella escena de los niños formando cola delante de la puerta con la peseta en la mano esperando la recompensa de un simple polo de hielo o el milagro de un helado de vainilla, que era un pequeño lujo que solo se podía alcanzar en los días más señalados.


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