En una de las esquinas de las Cuatro Calles, metido en una habitación que no tenía más de dos metros, sobrevivió hasta hace poco más de treinta años un churrero que le sacaba la máxima rentabilidad a su reducido espacio, gestando ruedas de churros con dos palos de madera que manejaba con la habilidad de un malabarista.
El éxito del negocio residía en las buenas manos del churrero y en la posición estratégica que ocupaba el local, un punto de paso obligado para todos los que iban y venían de La Catedral o hacían el recorrido hacia el Parque.
Torcuato, como así se llamaba el maestro churrero, abría todos los días a primera hora de la mañana, sin festivos, sin vacaciones. Tenía una clientela fiel que nunca le fallaba y en días señalados como la madrugada del Cristo de la Escucha o los amaneceres de Feria, ni él ni su mujer tenían un minuto de descanso.
Todos los días eran buenos para la venta, a excepción de las mañanas de tormenta. “Le temo a la lluvia como una vara verde”, decía Torcuato, que por experiencia sabía que cada vez que caía un chaparrón el fracaso era irremediable para los comercios del lugar. Tener un negocio en las Cuatro Calles era un privilegio, pero también una amenaza cada vez que llegaba el tiempo de las gotas frías y el agua convertía la calle Real y sus inmediaciones en un río imparable que buscaba su salida natural hacia el mar. Allí se juntaba el caudal que venía desde la parte alta de la calle, con el que llegaba de Trajano y el que bajaba de Eduardo Pérez, a veces con tanta fuerza que la corriente entraba en los portales y hacía desaparecer las aceras y la calzada durante horas.
Después de una gran tormenta, el cruce de las Cuatro Calles parecía un rincón de Venecia donde la gente pasaba de un lado a otro de la calle por el primitivo método de los tablones, que entonces funcionaban como si fueran puentes. Cuando el tiempo amenazaba lluvia, los vecinos preparaban las tablas para ir de una acera a otra y también para utilizarlas como barrera y que el agua no le arruinara la casa o el negocio.
La historia de la calle Real y las inundaciones se estuvo escribiendo hasta hace unas décadas, y era tan antigua como la existencia de la propia calle. Ya en octubre de 1879, cuando un impresionante aguacero descargó sobre la ciudad, la calle Real fue una de las arterias más dañadas y uno de sus establecimientos más importantes, el almacén de música de don Antonio Campos y Campos, fue abatido por la fuerza del torrente, que destrozó las puertas y arrastró todos los objetos que se encontró a su paso.
Era la tienda de música de la ciudad, un santuario de pianos y fantásticos instrumentos que terminaron empapados de agua o arrastrados por la corriente hasta el Parque.
Pero ninguna tormenta hizo tanto daño como la del once de septiembre de 1891, en la que no hubo negocio ni casa a lo largo de la calle Real ni en la zona de las Cuatro Calles, que se librara de la catástrofe. La lluvia fue de tal intensidad que el barranco de la calle Real, que estaba dormido y totalmente integrado en el tejido urbano de la ciudad, saltó con una fuerza descomunal, con las aguas y las piedras que bajaban del cerro de San Cristóbal.
En la calle Real desembocaron los ríos que venían por la calle de las Tiendas, Plaza de Flores, Torres y San Pedro, formando un caudal que al llegar a la altura de las Cuatro Calles llegó a alcanzar una altura superior a los dos metros. El viejo estanco, que ocupaba una de las esquinas de la calle, fue violentamente asaltado por la corriente, arrastrando a la estanquera, que salvó la vida gracias a la heroica intervención del cochero Juan Jiménez, que por aquella actuación se convirtió en un personaje muy célebre en Almería. Los comercios fueron los más dañados. La fábrica de jabón de los herederos de Quesada, una de las más importantes de Almería, fue invadida por las aguas, que se llevó toda la sal de sosa y la potasa cáustica que había almacenada en los depósitos. “Produce una tristísima impresión recorrer esta calle, que ofrece un espectáculo imponente al observar la altura que han alcanzado las aguas”, contaba el periódico al día siguiente de la tragedia.
Martín Fernández, el zapatero de las Cuatro Calles, perdió todas las existencias del taller, al igual que el latonero de la calle Trajano. En la relojería de don Ricardo Jiménez el agua alcanzó un metro de altura y en el establecimiento de ropa llamado ‘La China’, las piezas de tela fueron arrastradas como barquillos hasta la misma Puerta del Mar.
En aquellos días de septiembre la calle Real y sus inmediaciones perdió su bullicio de centro comercial por donde transitaba la vida a todas horas, para convertirse en un cementerio de despojos y negocios arrasados. Algunos comercios tardaron una semana en reponer el material, adecentar los locales y volver a abrir sus puertas, el mismo tiempo que la calle permaneció en la más completa oscuridad.
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