Recuerdo un claustro desgastado, un claustro casi vencido por el paso del tiempo, un claustro silvestre donde los niños de la parroquia nos refugiábamos a escondidas cuando la Catedral se vaciaba de curas y de salmos y no quedaba otra autoridad que la del sacristán, aquel centinela que miraba para otro lado cuando nos colábamos en el jardín para jugar al escondite entre su historia a cambio de que le echáramos una mano a la hora de preparar las misas.
En el claustro se respiraba la historia del templo, que revoloteaba entre las ramas de los árboles como una bandada de pájaros, que corría silenciosa como el agua de la fuente de piedra que te cautivaba con su sonido amable y lejano.
Se sabe que el claustro se utilizaba como huerto en el siglo dieciséis y que posteriormente, aprovechando el frondoso arbolado del recinto, se transformó en jardín para retiro de los sacerdotes del templo en sus ratos de ocio y meditación. En el siglo diecinueve, el claustro de La Catedral estaba abierto a los fieles durante todo el día y en los meses de verano se utilizaba como un espacio de espera, donde la gente aguardaba el comienzo de la misa bajo las sombras de sus árboles y el frescor de su fuente de agua. En esos meses de calor era habitual, durante la celebración de los actos litúrgicos en el altar mayor, abrir la puerta del templo y la del claustro para propiciar que corriera el aire y refrigerara la sala.
En aquella época, por el mes de junio, se celebraba con gran pompa la procesión de la octava del Corpus que recorría las naves del templo y penetraba por los claustros del jardín. En el centro del gran patio, rodeando la hermosa cruz de piedra que allí existía, se levantaban cinco altares adornados con flores y mantones por las parroquianas de La Catedral y las Hermanas de la Caridad del Hospital Provincial.
De aquella cruz de piedra, solemne y antigua, nada se supo. La desmontaron y un día desapareció del centro del claustro, como también desapareció la espléndida fuente de piedra con escalones que era el alma de aquel jardín secreto, donde el agua entraba y salía constantemente repartiendo sus sonidos por las piedras del claustro. En los años cuarenta y cincuenta era habitual que los niños que hacían la Primera Comunión se fotografiaran delante de la cruz y de la fuente.
Hace unos años, cuando se llevó a cabo una amplia reforma del recinto, cuando se hacían las excavaciones reglamentarias salió a la luz una red hidráulica de tiempos remotos que atravesaba el suelo del claustro. Estas corrientes subterráneas pasan por debajo del suelo de La catedral y en otra época nutrían a la fuente del claustro y al pilar que antiguamente existía frente a la torre del templo, que abastecía de agua a toda la vecindad. Cuando había largos períodos de sequía y la mayoría de los surtidores de la ciudad se quedaban agotados, el manantial del templo era el único que seguía dando agua.
Lo que no se sabe con certeza es si este brote de agua nace en el mismo entorno de La Catedral o llega de fuera. En las mencionadas obras de reforma del claustro aparecieron las acequias que conducían al agua y también una red de enterramientos bajo el suelo de las que las autoridades eclesiásticas no tenían ningún conocimiento.
Las tumbas, que se encontraban en la parte sur del atrio, eran antiguas, probablemente del siglo diecisiete, cuando el jardín se utilizó también como osario. Estos restos encontrados en las últimas excavaciones se rescataron y fueron enterrados en la cripta oficial del claustro, situada en la misma entrada, en un sótano al que se accede bajando unos escalones.
El claustro era el pulmón de la fortaleza, la luz, el color. Después de recorrer las capillas sombrías de la Catedral, donde reinaban los silencios, el murmullo de las oraciones y la luz tímida de las velas, entrar en el claustro era como reencontrarse con un Dios más cercano y sencillo, el que estaba presente en el canto de los pájaros que revoloteaban en los árboles, el Dios que se derramaba por el manantial de agua que manaba de la fuente, el Dios que nos abría los brazos a los niños del barrio cuando en las mañanas de vacaciones nos colábamos en aquel espacio sagrado burlando la vigilancia del sacristán.
El claustro nos ofrecía un mundo que no encontrábamos dentro del templo. Bajo su pórtico corríamos y jugábamos a escondernos detrás de las columnas y entre la vegetación exuberante que en aquellos tiempos de cierto abandono ocupaba casi todo el espacio central. En la Feria de 1965, el cabildo intentó acercar el claustro a la parroquia y a la calle, organizando una exposición de arte almeriense que tuvo su momento más importante con los recitales que allí ofrecieron los maestros Richoly, Barco y Cuadra. Fue el último gran acto que allí se celebró.
Los años setenta trajeron la clausura casi absoluta del claustro, que sólo se abría cuando los hermanos de la cofradía de Estudiantes lo utilizaban para colocar allí su cruz de mayo o cuando en el mismo mes de las flores las mujeres de la parroquia sacaban en procesión a la virgen bajo los soportales del gran patio.
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