Hay calles que se definen por sus negocios, calles que se mantienen jóvenes mientras existen comercios que las sostienen. La calle de Murcia ha tenido durante más de medio siglo esa pincelada de frescura que le daba la tienda de frutos secos y golosinas de la familia Palenzuela, un faro que en los últimos años ha seguido dando luz en medio de la decadencia.
Los niños que en los años setenta ‘viajábamos’ desde el casco histórico al Barrio Alto para ir al cine Monumental solíamos hacer una parada en la tienda de Palenzuela para llenarnos los bolsillos de cacahuetes, chicles y caramelos, indispensables para afrontar esa doble sesión de cine que nos esperaba en las butacas de madera del viejo salón.
La tienda de Palenzuela ya es historia. El último intento por mantener el negocio, después de la jubilación de su propietario, no ha cuajado, tal vez por la crisis que trajo la pandemia o porque han cambiando tanto los tiempos que ya no hay niños que puedan sostener un establecimiento de estas características. Lejos quedan ya los tiempos en que los estudiantes hacían cola cuando salían del colegio para invertir la escasa paga que llevaban en los bolsillos en una humilde barra de regaliz en una bolsa de pipas.
Con el cierre definitivo de Palenzuela se va uno de los comercios más antiguos que quedaban en la ciudad, desde que en los años 50 comenzó a funcionar en un quiosco de la calle Obispo Orberá. Francisco Palenzuela Montoya, un joven empleado de la Granja Escuela, inició una aventura que se iba a convertir en la mejor inversión de su vida.
El quiosco de Palenzuela pronto se convirtió en un lugar de referencia para todos los consumidores de frutos secos y fue el primer quiosco especializado en pipas tostadas que hubo en el centro. Las vendía en cartuchos de papel de estraza a perra gorda. Eran los años del cine: el Hesperia, el Cervantes, el Reyes Católicos, el Imperial..., el centro de Almería era un gran escenario repleto de cines y el Paseo y la Rambla, pasarelas por donde transitaba a diario toda la vida de la ciudad. Palenzuela abría el quiosco a las nueve de la mañana y lo cerraba de madrugada, cuando ya no quedaba ningún bar abierto en la zona. Su mujer tenía que ir todos los días a llevarle la cesta de comida y en su calendario no existían ni los festivos ni las vacaciones.
El día de mayor venta era el domingo, cuando se formaban colas delante del mostrador para comprar las pipas y las almendras, provisiones imprescindibles para meterse en el cine. “A veces, las colas daban la vuelta por la esquina y se extendían por el Paseo”, recuerda Manuel Palenzuela, que en aquellos comienzos era un niño de seis años que ayudaba a su padre a hacer los cartuchos.
La juventud almeriense de los años cincuenta no tenía dinero para sentarse en un café y pasar la tarde, así que lo más rentable era gastarse la pequeña paga del fin de semana en pipas y palomitas, meterse en el cine hasta el anochecer o recorrer el Paseo hasta la hora de regresar a casa. El quiosco Palenzuela fue uno de los grandes beneficiados de estas costumbres.
En los veranos, vendía vasos de refresco de zarzaparrilla, que era la Coca-Cola de entonces. Tenía una buena clientela en los cocheros de caballos, que tenían la parada enfrente y en las mujeres que pasaban camino de la Plaza, en una época en la que se iba al Mercado a diario porque nadie tenía frigorífico y se compraba para el consumo inmediato.
El quiosco dominaba una zona estratégica de la ciudad, tan cerca de la Puerta de Purchena y en la entrada de la Rambla, por allí pasaba todo el mundo en algún momento del día. Enfrente estaba el acreditado restaurante Imperial, donde iban a comer los que venían a rodar las películas. Esa acera se convertía, cada vez que iba a venir algún rodaje, en un centro de reclutamiento de extras. Aquella gente, que en su mayoría eran gitanos, eran también clientes del quiosco, sobre todo de vasos de agua del grifo, que también se vendían cuando apretaba el calor.
En 1970, la familia Palenzuela amplió el negocio abriendo una tienda en la calle Murcia. Al frente se puso Manuel, hijo del fundador, que ya traía una experiencia acumulada de muchos años en el mostrador del quiosco, donde comenzó a ayudar a sus padres antes de echar los dientes. No fue una mala inversión el nuevo establecimiento, ya que escogieron un lugar de mucho tránsito y una zona de paso obligado hacia el centro. Por la calle Murcia pasaban todos los viajeros que llegaban a diario en la Parrala, la camioneta que venía de los pueblos cercanos, y los fines de semana, los reclutas que bajaban del Campamento de Viator.
Manuel Palenzuela siguió los pasos de su padre, despachando en su tienda de la calle Murcia, convertido en un auténtico magnate de los frutos secos. Los tenía todos, desde las nueces de Macadamia hasta las pipas de toda la vida. Su presencia era imprescindible en una calle que poco a poco fue entrando en una profunda decadencia comercial.
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